Primera versión en Rebelión el 25 de marzo de 2010

Hace unos meses repasaba en estas mismas páginas virtuales algunas de las novelas de Joseph Roth (1894-1939) que han sido objeto de reediciones recientes. Es ésta una producción enormemente valiosa, marcada por un anhelo estético y al mismo tiempo incardinada profundamente en la historia turbulenta de la Europa que la vio nacer. Como complemento de aquel artículo, quisiera comentar brevemente en éste tres libros aparecidos desde entonces en versión castellana que nos acercan sobre todo al perfil humano de Joseph Roth. Los dos primeros son las biografías que le dedicaron sus amigos el escritor Soma Morgenstern (1890-1976),  judío galiciano como él, (Huida y fin de Joseph Roth, Pre-textos, 2000, 2008; traducción de Eduardo Gil Bera) y el director de cine y dramaturgo húngaro Géza von Cziffra (1900-1989) (El santo bebedor, recuerdos de Joseph Roth, Acantilado, 2009; traducción de Nieves Trabanco). El tercero es el volumen en el que su amigo el escritor Hermann Kesten recopiló una gran parte de la correspondencia de Roth (Joseph Roth. Cartas (1911-1939), Acantilado, 2009; traducción de Eduardo Gil Bera).

Estos libros permiten profundizar en la evolución de una personalidad compleja y fascinante, que se refleja vivamente en la producción literaria. Tras la decepción de su viaje a la URSS en 1926, las inquietudes socialistas que afloran en las primeras novelas de Roth dejan paso a una admiración por el Imperio Austro-Húngaro que será otro leitmotiv de su obra y lo llevará también a participar activamente en los intentos de restauración monárquica que se producen en Austria durante los años 30. Numerosas anécdotas de las biografías ahora publicadas nos descubren a Roth como falaz forjador de una imagen de sí mismo a la medida de estos anhelos imperiales, que no duda en presentarse como ex-oficial, e incluso (esto es más grave) inventa en una ocasión un adulterio de su madre que le permite ser hijo natural de un oficial austríaco. Los dos relatos biográficos acaban dibujándonos a un personaje contradictorio y complejo, errante y escaso de recursos, generoso hasta el despilfarro y también sablista y dispuesto a disponer de lo de un amigo en caso de necesidad, con un alto concepto de su propio valor como escritor y refugiado siempre en la bebida  y la literatura. Roth estaba marcado también por la enfermedad mental de su primera mujer, de la que se sentía culpable atribuyéndola a su vida inestable de “ciudadano de hotel”. Entrañable a veces, es muchas otras cáustico y mordaz, y le descubrimos también malvado en el embotamiento del alcohol, y capaz de tramar oscuras intrigas contra sus propios amigos.

Las dos biografías presentan rasgos distintos. Cziffra trata a Roth desde 1924 y tiene siempre con él una relación respetuosa, algo distante. Morgenstern, que conoce a Roth quince años antes, es un amigo íntimo y eterno confidente, calificado de “fiel entre los fieles” en una nota necrológica de Roth. Su libro nos revela los detalles de la larga relación, plena de encuentros y desencuentros, y está lleno de momentos emotivos, como en el relato que nos hace de un intento de desintoxicación de Roth en el último año de su vida, en el que con su maternal asistencia llegó a estar cuatro semanas sin beber. Profundiza también Morgenstern en el papel que el alcohol jugó en la vida y la obra de Roth, y tras la condena sin paliativos inicial, acaba concluyendo que fue también sin duda un elemento positivo al permitirle aislarse y concentrarse en los mundos que forjaba en su interior. Para él, en esa huida sin fin que es la vida de Roth, la droga que lo destruyó fue sin embargo necesaria para resistir la adversidad y transformarla en literatura. Morgenstern nos descubre también las disputas surgidas en el entierro de Roth entre sus amigos judíos y católicos que buscaban realizar las ceremonias de acuerdo con su propio rito, polémica que es fruto de la ambigüedad de Roth frente a ambas religiones.

La correspondencia de Roth nos regala a cada paso observaciones agudas sobre  literatura y arte, pero nos sumerge sobre todo en la vida errante y atribulada de Roth y sus desvelos cotidianos, sus preocupaciones familiares, sus eternos problemas económicos y las relaciones siempre tensas con editores y responsables de periódicos. Pone de manifiesto también su valentía e intransigencia con el mal cuando Alemania se hundía y muchos contemporizaban. Son especialmente interesantes las cartas a amigos literatos como Stefan Zweig, su confidente y mecenas, sinceramente afligido por el alcohol que minaba su salud y su vida social, y ofreciendo siempre costearle  una cura de desintoxicación que lo librara de su demonio. La almibarada relación epistolar con Hermann Kesten, autor como indicábamos de la recopilación (publicada por primera vez en 1970) y poderoso personaje en el mundo literario alemán de los años 30, contrasta con las críticas que Roth le dedicaba en la intimidad según recoge la biografía de Morgenstern, aparecida póstumamente en 1994. Hermann Kesten es famoso entre nosotros sobre todo por una muy recomendable novela sobre Felipe II  de la que existe versión castellana (Yo, la muerte, Edhasa 1994, traducción de Oliver Strunk)

Para los amantes de la obra literaria de Roth, estos tres libros ofrecen una lectura realmente sugestiva, dibujándonos despiadadamente al hombre que a través de un cúmulo de desgracias fue capaz de crear tanta belleza. La muerte en 1939 de aquel genial anciano de 44 años es una tragedia más de aquella Europa presta para hundirse en el abismo. Joseph Roth, judío galiciano que encontró su hogar en la lengua alemana, huraño y misántropo, alcoholizado siempre, mitómano y generoso, envuelto en sus contradicciones nos legó algunos libros que nunca dejarán de conmovernos. Así lo veía Soma Morgenstern en el último año de su vida: “Cuando lo llamaron al teléfono y se fue, lentamente, apoyado en un bastón, con las piernas flacas enfundadas en unos pantalones estrechos, cortados a desmoda, la barriga floja y colgante que caía tan mal a su hechura de huesos finos, el judío galiciano oriental daba la impresión de un aristócrata austríaco de la vieja escuela, distinguido aunque también degenerado. Es decir, exactamente la impresión que se había forzado en conseguir, toda su vida y con todas las fuerzas de su cuerpo y alma, de buena fe y, por desdicha también, a veces, de mala.”