Primera versión en Rebelión el 1 de marzo de 2007

Un día de noviembre de 1828, un joven músico vienés acudió al domicilio de Simon Sechter, el más importante experto en teoría musical de su época, con el propósito de recibir de él lecciones de contrapunto. Tuvieron una amigable conversación y Sechter propuso al joven algunos ejercicios. Quedaron en continuar las clases al cabo de dos semanas, pero la mañana del día fijado, Simon Sechter esperó inútilmente, impacientándose y lamentando la poca seriedad de su discípulo. Poco después, le llegó la noticia de que este había muerto el día anterior.

El nombre del joven músico era Franz Schubert, tenía 31 años de edad y su muerte interrumpió una carrera prometedora, marcada por dificultades de todo tipo. En ese momento, su obra musical publicada representaba sólo una parte ínfima de su producción, y la mayor parte de esta tuvo que esperar en montones de papel polvoriento a que pacientes investigadores fueran descubriéndola a lo largo del siglo XIX. Otra parte de ella se perdió sin remedio. Muchas de estas obras nunca fueron interpretadas en vida del compositor.

El caso de Franz Schubert, niño genio creador desde muy joven de una música excelsa, se parece a otros en la historia de la música, como los de Mendelssohn o Mozart, pero presenta también diferencias importantes respecto a ellos. Mendelssohn fue el más afortunado de los tres, al nacer en una familia acomodada y amante de la música. Sus más tempranas producciones orquestales, por ejemplo, compuestas entre los 12 y los 14 años, eran ejecutadas bajo su dirección por miembros de la Hoffkapelle de Berlín que su padre solía invitar a casa para organizar veladas musicales. El caso de Mozart es intermedio, pues aunque recibió la mejor educación musical también tuvo que luchar duramente en una vida llena de dificultades. En el caso de Schubert, estas fueron mayores todavía.

Hijo de un maestro de escuela y con numerosos hermanos, Franz Schubert recibió sólo una instrucción musical elemental, aunque sus dotes se pusieron de manifiesto en seguida y consiguió ingresar como niño cantor en el coro de la Capilla Imperial. Esto llevaba aparejada una beca para estudiar en el Convict, un colegio en el que se impartía también instrucción musical, y además de esto, el Kapellmeister Antonio Salieri se interesó muy pronto por su talento y accedió a impartirle clases. No obstante, su innata inclinación a componer tropezó en esta época con todo tipo de problemas, desde la simple carencia de papel donde escribir su música, hasta la incomprensión de los que le rodeaban que consideraban impropio que un simple colegial de escasa instrucción “perdiera el tiempo” en esos menesteres en vez de estudiar las lecciones de cada día.

Las dificultades continúan cuando su hermosa voz de soprano se oscurece y deja el Convict en 1813. Como maestro en la escuela paterna se ve agobiado por el trabajo, pero aun así encuentra tiempo para componer con una fecundidad extraordinaria. En 1818 cansado de esta doble vida, abandona el domicilio familiar y comienza una existencia errante en la que se aloja en casa de diferentes amigos y se gana la vida trabajosamente como compositor hasta su temprano fallecimiento.

En la vasta producción de Franz Schubert destacan sus nueve sinfonías, de las cuales la octava, conocida como “sinfonía inacabada” y la novena, también llamada “la grande”, están entre las más interpretadas en las salas de conciertos, sus misas, su música de cámara, y sus geniales lieder, armonizaciones de poemas con acompañamiento de piano, que revolucionaron completamente este género. Sus creaciones operísticas no tuvieron éxito en su tiempo, pero hoy día lo que se conserva de ellas es ampliamente apreciado.

Aunque en vida fue admirado por un grupo de fieles amigos, el auténtico valor de su música sólo fue reconocido después de su muerte, cuando compositores como Schumann, Mendelssohn o Liszt lo reivindicaron como uno de los grandes. Suele considerarse que el estilo de Franz Schubert sirve de puente entre dos períodos, pues aunque adopta básicamente las formas del clasicismo vienés y tiene por maestros a Mozart y Beethoven, en diversos rasgos prefigura ya el romanticismo. De estos, el principal tal vez sea su tratamiento revolucionario de la tonalidad y de los modos mayor y menor, que ajusta genialmente a sus necesidades expresivas. Este hecho, unido a su inagotable vena melódica, hizo decir a Ferenz Liszt que Schubert era el más poeta de todos los músicos.

La corta vida de Franz Schubert nos impone una reflexión sobre las dificultades  a que el artista es sometido muchas veces. Su imagen componiendo a escondidas en el Convict o en la escuela donde enseñaba, nos hace pensar en lo cerca que hemos andado de perdernos la música que aquel hombre creaba, y nos señala también a todos esos genios que vinieron al mundo con dotes excepcionales, pero a los que nunca se les permitió que las desarrollaran. Esta es otra faceta más, de la que no solemos ser demasiado conscientes, de esa vasta tragedia que es la historia del mundo.

Con la muerte de Franz Schubert en 1828, un año después de la de Beethoven, puede decirse que termina una gran época de la música. Su obra deja puestas las bases para el desarrollo pleno del romanticismo musical.