Primera versión en La Nueva España el 22 de mayo de 2007

Leí hace tiempo en algún libro de filosofía una fábula que pone de manifiesto de una forma muy clara los peligros del razonamiento inductivo, es decir, de la forma de argumentar que tiende a construir principios generales a partir de los datos de la experiencia. La fábula nos cuenta la historia de un pato que vivía en una granja. Nuestro animal, un ser con inquietudes filosóficas y aficionado a especular, viendo todos los días al providente granjero que se acercaba con el alimento que tanto le gustaba, elaboró una teoría cuyo enunciado era: “Los granjeros son seres altruistas que alimentan amorosamente a los patos”. Vivía feliz nuestra ave, orgullosa de su preclara inteligencia y viendo como todos los días su ley se verificaba escrupulosamente, hasta que en cierta ocasión el granjero apareció armado de un enorme cuchillo. Lo que ocurrió después lo podemos imaginar. Creo que este pato puede compartir con otros prestigiosos animales, como la paloma de Kant, el gato de Schrödinger o el asno de Buridán, el privilegio de haber realizado aportaciones valiosas a la filosofía, y nos pone en guardia con su triste final contra el peligro de las generalizaciones excesivas.

He traído a colación esta historia porque me temo que el del pato que citaba en algo se parece al peligro que corro yo al extraer las conclusiones que me propongo presentar en este artículo. Se trata sencillamente de que después de muchos años viajando por diversos países en compañía de mi querido amigo Mario Colunga, y de observar nuestras reacciones en los más variados lugares, he llegado a concluir que éstas desbordan en realidad lo que correspondería a nuestras humildes personas. Me ha parecido que si los señores Colunga y Aller (fíjense que no son apellidos cualesquiera) manifiestan unas tendencias características cuando andan por tierras extrañas, estas son en realidad achacables a un ser prototípico que podríamos denominar “el viajero astur”. Hay que decir además que la presencia junto a nosotros de Concha Crespo, mujer de Mario, madrileña por los cuatro costados, ha servido siempre para confirmar la especificidad de nuestro comportamiento. Hablaremos pues aquí de este ser, y algunos dirán que sin fundamento, pero pensemos también que si nadie se arriesgara a elaborar teorías la ciencia no podría avanzar de ninguna manera. Y no olvidemos que el pato del que hablábamos tiene mucho de mártir también.

Niebla y montañas

Reconozcamos para empezar que en escenarios suficientemente insólitos el viajero astur no se diferencia en nada de cualquier otro viajero. Atravesando el sur del Gobi en un tren lleno de chinos, por ejemplo, o saltando en los baches de una pista de tierra que cruza la jungla para llegar a un templo en Camboya, diríamos que el viajero astur está en estado latente. En la llanura del Ganges ocurre lo mismo: inmensas extensiones cultivadas, ríos gigantescos. Sin embargo, si nuestro viajero aterriza al día siguiente en Katmandú, la capital de Nepal, puede ocurrir que abra la ventana en el hotel y vea que llueve copiosamente, y que contemple las montañas cercanas envueltas en niebla. Algo se ilumina entonces en su interior. Nuestro viajero baja a la recepción, compra un paraguas de fabricación china, y se asoma a la marquesina del hotel a ver llover. Después, recorriendo el valle de Katmandú, nadie diría que la vegetación, la arquitectura o las gentes se parecen demasiado a las de Asturias, pero la presencia de niebla, lluvia y montañas ha producido su efecto, el viajero astur ha despertado y se siente como en casa. Es una alegría indefinible que sentimos por primera vez tras un par de semanas en la India, donde hemos visto demasiadas cosas extrañas. Comemos en un collado donde se suele acudir para contemplar los grandes ochomiles, las cumbres más altas del Himalaya, que se elevan al norte. Se hacen de rogar, veladas por las nubes, pero por la tarde éstas se dispersan y las pirámides de roca y hielo se ven a lo lejos al fin. Nos quedamos mirándolas hipnotizados. La impresión que producen desafía cualquier descripción. Entonces miré a Mario, y al ver su rostro algo triste comprendí en seguida que estaba pensando lo mismo que yo: “Ay amigo, éstas no las tenemos en Asturias.”

El animal totémico

Viajamos por el sur de Alemania, atravesamos bosques donde reconocemos árboles familiares, y también hermosas praderas. A lo lejos se ven aldeas que tienen un aspecto bien próspero, aunque uno no se explica cómo consiguen arreglárselas sin hórreos. Atentos a la densa y compleja red de autopistas (todas gratuitas) y los frecuentes cruces y desviaciones, tardamos en darnos cuenta: “Mario, ¿te has fijado?, tantas praderas, pero ¿dónde están las vacas?” A partir de ese momento, íbamos pendientes y cada vez estábamos más inquietos. Razonábamos que los espléndidos pastos que veíamos tenían que servir necesariamente para criar ganado vacuno, y la ausencia de éste nos exasperaba. No llegamos a desvelar la clave del enigma, pero un día en una aldea vimos una enorme granja donde las vacas vivían una triste vida inmovilizadas en sus establos. Aquello nos pareció de una crueldad inaudita.

Cuando uno viaja por un país suele ocurrir que desarrolla una simpatía o antipatía irracionales por sus habitantes en función de acontecimientos más bien intrascendentes. Recuerdo que, durante bastante tiempo, en las hermosas ciudades peatonales de Alemania, llenas de arte y habitadas por pacíficas gentes que andaban en bicicleta, el viajero astur torcía el gesto turbado por ominosas escenas de campo de concentración.

Las tierras hermanas

En Asturias, las zonas urbanas no tienen nunca entidad como para que se dejen de ver montes verdes cerca, y esto es un privilegio que no sé si sabemos apreciar lo suficiente. No cabe duda que la belleza del paisaje asturiano y lo particular de nuestro clima nos marcan profundamente, y no resulta extraño entonces que transformados en viajeros presentemos algunos rasgos especiales. Creo que se podrían sintetizar éstos en la tendencia a verlo y valorarlo todo en relación con el horizonte idílico de nuestra tierra. Esa referencia interior con la que lo juzgamos todo es el sello característico del viajero astur.

De esta forma, parece claro que la mayor alegría que puede encontrar este viajero es la de darse de bruces en algún sitio insospechado con una tierra en la que identifica los rasgos entrañables de la suya propia, una tierra donde “sería posible vivir”. Debo decir que lo más parecido a esta tierra “perfecta” que hemos llegado a encontrar nosotros es la república de Eslovenia, que hasta hace poco formaba la parte más occidental de Yugoslavia. Plena de relieves calcáreos que forman la porción más oriental de los Alpes, los llamados Alpes Julianos, esta región, con una de las mayores pluviosidades de Europa y paisajes siempre verdes, despierta una emoción incontenible en el viajero astur. Hicimos allí algunos itinerarios de montaña y visitamos las cuevas de Skocjan que tal vez son las más impresionantes del mundo, con un enorme desfiladero (algo así como el del Cares) encerrado en el interior de un complejo de grutas. Para que todo fuera perfecto, una mañana al desayunar en el hotel en Ljubljana nos encontramos con auténticos e inconfundibles frisuelos en el bufé. Evidentemente, no dejamos de preguntar a un camarero si en Eslovenia obtienen alguna bebida espiritosa por fermentación del zumo de manzana, pero parece ser que ahora están volcados en la producción de vino, lo cual desde nuestro punto de vista no deja de ser un tremendo error.