Primera versión en Literaturas.com el 2 de junio de 2014

Charles Lutwidge Dodgson nació en 1832 en una familia enraizada en la más pura tradición británica, con un bisabuelo obispo, un abuelo militar muerto en batalla y un padre con dotes para las matemáticas, pero que llevó la vida apacible de un párroco rural. Charles, el tercero de once hermanos y primer varón, destaca por su inteligencia precoz y una tartamudez que lo hace algo tímido. Estudia en Rugby y luego en Christ Church, uno de los colleges más importantes de la universidad de Oxford, estrechamente vinculado a la iglesia de Inglaterra. Allí consigue en 1857 un puesto de profesor de matemáticas que ocuparía veintiséis años a pesar de que nunca alcanzó una de las condiciones requeridas para desempeñarlo: ser sacerdote. Ordenado diácono en 1861, Charles fue excepcionalmente dispensado de esta condición.

Con veinticuatro años, Charles descubre el poder de la fotografía y se entrega a ella con pasión. Es un arte que le permite materializar en imágenes la belleza cuya adoración en cualquiera de sus formas es su arraigada filosofía personal. Realiza gran número de placas de niñas, y entre ellas algunos desnudos, pero también retratos de gente importante. En 1880, con cuarenta y ocho años, abandona la fotografía. Desde joven también escribe: poemas, cosas satíricas. Un día de excursión con algunas de sus amiguitas, entre las que está Alicia Liddell, su favorita, le piden que les cuente un cuento. Resulta este tan maravilloso que le ruegan que lo escriba. En 1865, Mc Millan lo publica con el título Alice’s Adventures in Wonderland y es un éxito clamoroso, a lo que contribuyen sin duda los deliciosos dibujos de John Tenniel que ilustraban aquella edición. Para firmar el libro, Charles rehúye su propio apellido, tan cercano al infame Dogson, y latiniza sus otros dos nombres en Ludovicus Carolus, que regresan al inglés como Lewis Carroll.

En 1867, Charles emprende el que sería el único viaje al extranjero de su vida. Destino: Rusia. Durante este viaje toma unas anotaciones que no vieron la luz hasta 1935, bastantes años después del fallecimiento de su autor en 1898. Acompañado de su amigo Henry Parry Liddon, Charles embarca en Londres en la mañana del 13 de julio y tras llegar a Calais, sigue viaje por tren hacia Bruselas. En esta ciudad presencia el 14 de julio la procesión del Corpus, que califica como “la ceremonia más espléndida que había visto nunca.” El día 15 los viajeros están ya en Colonia, cuya catedral entusiasma a Charles. Visita varias iglesias y asiste a los oficios religiosos, que le resultan de gran interés.

Del 17 al 21 de julio los dos amigos permanecen en Berlín, donde examinan palacios, museos, iglesias y una sinagoga de las que los aspectos más destacables quedan adecuadamente reflejados en el diario de Charles. El día 22 están en la alemana Danzig (hoy Gdansk y polaca), y les maravillan la ciudad vieja, la catedral y sus obras de arte. El 23 llegan a la que entonces se llamaba Königsberg y era también alemana (capital de Prusia oriental, la ciudad de Kant nada menos) y hoy es el enclave ruso de Kaliningrado. En el camino toma nota de “un niño llevado ante el juez o a prisión por unos soldados, probablemente por robar un monedero.” En Königsberg disfruta del ambiente provinciano de sus calles, escuchando música en una terraza, y acude al teatro, aunque su “escaso repertorio de alemán” le impide seguir bien el argumento.

El trayecto a San Petersburgo en tren  (unos 1000 km) les cuesta veintiocho horas y media. En la entonces capital del Imperio ruso, les sorprenden sobre todo la amplitud y bullicio de las avenidas, las iglesias y sus cúpulas, la devoción de las gentes ante un precioso relicario en la calle y los rótulos luminosos de las tiendas. El día 28, domingo, los viajeros asisten a los servicios religiosos en la gran catedral de San Isaac, donde los cánticos de la liturgia ortodoxa les impresionan. Pasean por la avenida Nevski, que les parece sin duda una de las más hermosas del mundo, y la plaza del Almirantazgo.

Al día siguiente son capaces ya de tomar coches de caballos por sí mismos e incluso regatear en un ruso rudimentario. La estancia en la capital les sirve para conocer la fortaleza de Pedro y Pablo, el museo del Hermitage y el palacio de Peterhof, algunos aspectos de los cuales Charles describe en el diario. El dos de agosto parten en tren para Moscú, a donde llegan de mañana tras una cómoda noche en coche cama. La vieja capital les entusiasma con sus cúpulas asiáticas y la fortaleza del Kremlin. El día 4, domingo, asisten a los oficios en la capilla anglicana, donde traban amistad con el capellán Penny y su esposa, que les dan buenos consejos para su estancia en la ciudad.

Los días siguientes visitan san Basilio y el Kremlin, cuyas riquezas les asombran, y asisten a liturgias ortodoxas con espléndidas voces y efectos sonoros. Los días 6 y 7 realizan una excursión a Nizhni Nóvgorod, en el Volga, donde conocen mercados de ambiente oriental y se les permite presenciar desde la puerta en la mezquita tártara las devociones de los fieles musulmanes tras una llamada a la oración que Charles juzga “diferente a cualquier cosa oída por él nunca”.

Hasta el 19 de agosto permanecen en Moscú, donde cultivan la amistad del capellán Penny y su esposa, que les presentan a sus amigos. También utilizan la carta de introducción que llevan para el obispo Leonid, que es sumamente amable con ellos y les acompaña al monasterio Troitska. Frecuentan oficios que les seducen con sus cánticos, vestimentas y rituales, pero también fiestas populares, compran iconos, regatean con los cocheros y disfrutan de la gastronomía local. El día 20 de mañana tras un viaje en coche cama están de nuevo en San Petersburgo. En su segunda estancia en la capital inspeccionan mejor las colecciones de pintura del Hermitage y se acercan a Kronstadt, donde conocen sus astilleros y el observatorio magnético. Como siempre visitan iglesias y Charles consigue adquirir una copia de la foto de un niño expuesta en la tienda de un fotógrafo. Para ello fue preciso el permiso de su padre, el príncipe Golitsyn.

El día 26 cogen el tren para Varsovia, donde permanecen hasta el 29. La ciudad le parece “una de las más ruidosas y sucias que nunca haya visitado”. Llegan luego a la alemana Breslau (hoy Wroclaw y polaca), recorren sus iglesias y Charles no deja de anotar tras su visita accidental a un campo de juegos de un colegio de niñas que este resultaba “un lugar muy tentador para una cámara fotográfica”. El día 31 siguen viaje hacia Dresde, y allí hay sesiones de teatro y museos. Continúan a Leipzig, Giessen y Ems, y suben por el Rin hasta Bingen. Renania les encanta con su paisaje romántico de riscos, castillos y viñedos.

El día 7 de septiembre están en París. La belleza y animación de la ciudad fuerza a Charles a manifestar su comprensión ante el hecho de que los parisinos califiquen a Londres de “triste”. Ocupan su tiempo paseos, teatro y pinacotecas, gastronomía y compra de fotografías. También conciertos, y entre ellos uno de música china, “esa clase de música que una vez oída deseas no volver a oír nunca más.” El día 13 por la tarde emprende viaje para Calais, y ya de madrugada Charles tiene el placer de ver aparecer las luces de Dover y “las costas blancas de la vieja Inglaterra”.

Charles se nos muestra en el relato como un viajero británico bastante típico: buen camarada dispuesto a aliviar con su humor inteligente todas las dificultades de la vida. Le interesa el arte y se comporta como un hombre religioso, pero hay detalles que revelan algo oculto y misterioso en este clérigo y profesor universitario que vive sus días en el corazón intelectual del imperio británico. Su pasión por las niñas, mal disimulada, aflora aquí y allá y nos ayuda a entender su psicología.

Para entender más tenemos que leer las encantadoras cartas que dedicaba a sus amiguitas. Algunas de ellas con un buen número de retratos fueron editadas por Lumen en 1998. Estas misivas están llenas de bromas, humor, disparates y travesuras (Querida Gertrude:/¿Sabes una cosa? Ya no se pueden enviar besos por correo. El paquete pesa tanto que resulta muy caro.) Carroll se pone a la altura de las que ama porque encarnan la belleza más perfecta, la feminidad aún balbuciente, presentida como una promesa. Estas niñas, muchos años después recuerdan a Charles como el genial e infatigable narrador de las historias más maravillosas, un hombre bueno y amable que nada apreciaba más en la vida que la compañía de una niña que le hiciera partícipe de sus sueños y fantasías. Sobre ellas construía sus relatos.

Alicia descansa en el campo y después se precipita en una madriguera siguiendo a un misterioso conejo vestido con chaqueta y chaleco. Cae luego en el vacío durante bastante tiempo para encontrarse al fin en un lugar extraño rodeado de puertas cerradas. Hay una pequeña que lleva a un hermoso jardín, pero la llave que la abre está sobre una mesa de cristal fuera de su alcance. Alicia come algo que la hace crecer y consigue la llave, pero ha crecido tanto que no cabe por la puerta y llora desconsolada. Luego decrece y ha de nadar en sus propias lágrimas en compañía de un ratón con el que trata de confraternizar. Salvada al fin del “estanque”, se sienta con un grupo de animales a escuchar la historia del ratón. Estas son las escenas iniciales de  Alicia en el país de las maravillas, y luego continúa la sucesión de episodios insólitos hasta que Alicia se da cuenta de que se había quedado dormida. Entonces comprendemos que todo lo ocurrido es perfectamente posible en un sueño.

Tanto en este relato como en su secuela A través del espejo y lo que Alicia encontró allí, Alicia se enfrenta a un mundo extraño y cambiante: penetrando en una madriguera o atravesando un espejo, son naipes o piezas de ajedrez los que allí viven con sus peculiares jerarquías sociales, practicando deportes estrambóticos u ocupados en absurdos “procesos judiciales”. Y a ellas se añaden personajes de cuentos o rimas infantiles, animales o plantas con sentimientos y voces humanas. Todos ellos no dejan de plantear situaciones chocantes que sorprenden a la pobre Alicia, pero esta, con un carácter genuinamente británico, jamás pierde la calma y por encima de todo, trata de ser amable y razonable. Esta tensión entre un mundo desquiciado y Alicia, que aporta allí una gota de sensatez, crea el mayor atractivo de estos libros y les da un tono de delicioso humor.

La literatura son los sueños del hombre, pero es a la vez una fibra más del engranaje social.  A veces estos sueños muestran caminos tortuosos. El coleccionista y hacedor de retratos Charles Dodgson amaba la belleza inmaculada de las niñas, amaba su cuerpo, que fotografiaba desnudo cuando le dejaban, pero también su dulzura, su alma tan fresca y extraordinaria. Para acercarse a ellas y gozar de su presencia creó relatos que transformaron en arte irrepetible todo su amor y fascinación. El Diario de un viaje a Rusia de Lewis Carroll puede servirnos para tantear otra vez esa frontera entre la realidad y la ficción, entre la vigilia y el sueño. Un flemático diácono de la iglesia de Inglaterra, profesor de matemáticas en Oxford, atraviesa Europa y visita las dos grandes ciudades rusas en el año de 1867. Asiste complacido a los oficios ortodoxos y regatea con los cocheros. Pero por debajo de esta careta que el orden social ha construido aflorará enseguida la realidad del deseo que nos empuja y nos alimenta a todos. Asistir a este afloramiento será sin duda el mayor placer que nos depare la lectura de este libro: sorprender tras el sueño de la realidad, la realidad del sueño que la vivifica y le da sentido.