Primera versión en Rebelión el 26 de noviembre de 2014

El escritor francés Romain Rolland (1866-1944), premio Nobel de literatura en 1915, amaba sobre todo bucear, ajeno al ruido del mundo, en las almas que muestran los rasgos inverosímiles del genio. Así nacieron obras como su monumental Jean-Christoph (1904-1912) en diez volúmenes, biografía de un músico que busca armonizar el espíritu de Francia y Alemania, o las que dedicó a Beethoven, Haendel o Tolstói. Su pensamiento acusa una suma de influencias que van del humanismo cristiano al socialismo y el vedanta. Sinceramente pacifista, estuvo entre los intelectuales franceses más comprometidos con esta causa en los años previos a la Gran Guerra. Desencadenada ésta, se exilió en Suiza y, aun defendiendo a su país, al que consideraba víctima de una agresión, trató por todos los medios de mitigar los aspectos más brutales del conflicto y poner las bases para que a este lo siguiera una auténtica reconciliación. 

Au-dessus de la mêlée (Más allá de la contienda), escrito cuando la carnicería acababa de desatarse, fue su gran contribución a este objetivo. Se trata de una colección de artículos aparecidos entre septiembre de 1914 y agosto de 1915, muchos de ellos en el Journal de Genève, y recopilados en forma de libro con algunos textos inéditos en septiembre de 1915. La versión española que reseñamos llega como un proyecto de Nørdicalibros & Capitán Swing con traducción de Carlos Primo.

En el arranque del volumen, Romain Rolland, consternado por el ataque a la catedral de Reims por los alemanes, acusa a éstos de un crimen que va más allá del nefando asesinato que la guerra fomenta, del intento de destruir el símbolo cultural de una nación, y se dirige a los intelectuales que amparan y justifican esto con las más duras invectivas. Sigue el texto de septiembre de 1914 que da título al libro, en el que comienza saludando emocionado a los soldados franceses que se enfrentan a la muerte para defender su patria invadida y muestra la seguridad de que “su fe absoluta en su causa sagrada” les dará la victoria. Carga después, sin embargo, contra todos los responsables de la masacre: los gobiernos los primeros, entre los que ve como principales culpables a Austria, Alemania y Rusia, pero destacando también el papel de los que dan fundamento intelectual a la barbarie. Abomina de la lacra del imperialismo, y constata el triste fracaso de cristianismo y socialismo. La matanza se ha desatado y no se adivina la forma de atajarla. Además, “ya se han cometido crímenes demasiado graves que deben ser reparados”.  En todo caso, pide a las potencias neutrales que se movilicen por el respeto de unas garantías mínimas.

En los textos que siguen encontramos una respuesta a los que acusan a Francia de cinismo por luchar contra el militarismo prusiano aliada con la autocracia rusa. Rolland argumenta, de una forma pintoresca, aludiendo a la decadencia de la cultura alemana del momento (música, literatura…), que contrasta con la pujanza de la rusa, en la que existen además intelectuales críticos con el poder (Kropotkin, Tolstói, Gorki…). Se preocupa por la suerte de los prisioneros de guerra, canta el heroísmo de Bélgica que resiste la brutal acometida teutona, y se defiende luego de los que desde Francia lo atacan por distinguir en sus acusaciones entre el imperialismo alemán y el pueblo alemán y conservar amigos en aquel país. “La guerra se hace a un estado, no a un pueblo”, razona.

Critica después a los intelectuales de más allá del Rin que creen hallar argumentos para la ofensiva militar de sus ejércitos, sueños de que ésta lleva el recto fin de imponer una “cultura superior” o una “organización más perfecta”. Son justificaciones lamentables que alcanzan su clímax en fragmentos, francamente delirantes, de Thomas Mann. Sin embargo, Rolland amonesta también a los intelectuales franceses que se defienden con el recurso a la raza, la latinidad o la civilización; éstos son también para él “ídolos”, formaciones ajenas al hombre que este debe superar para que crezcan la libertad y la solidaridad.

Se recogen después dos manifiestos elaborados por intelectuales, procedentes uno de Cataluña y otro de Holanda, que demandan una moderación de los rasgos que consideran más penosos de la guerra: el odio irracional y los llamamientos al exterminio del adversario. El empeño que mueve a Rolland y a muchos otros intelectuales comprometidos contra la guerra es, sobre todo, y ante su impresión de que detenerla sin más es imposible, influir en los contendientes para regularla, y asegurar que la paz que ha de venir sea justa y garantice los derechos de los pueblos de forma que el horror no vuelva a repetirse.

Repasa después la producción literaria en esos momentos en Alemania. Mientras los escritores de mayor edad abonan el sendero del militarismo más odioso (Hermann Hesse desde su exilio suizo es la gran excepción), los jóvenes, tras un entusiasmo inicial, hacen llegar del frente páginas terribles que reflejan todo el espanto de la guerra. Al mismo tiempo, entre los que no han sido enrolados, se encuentra a enemigos declarados de la locura ultranacionalista junto a otros que se refugian de la cruel realidad en torres de marfil. Se recogen fragmentos literarios de gran belleza en los que militares describen su desesperación ante la labor de destrucción que les ha sido encomendada. Rolland considera que estos textos incriminan a los dirigentes alemanes, culpables de la carnicería y hace votos: “La historia juzgará a los verdugos de sus pueblos, y los pueblos aprenderán a liberarse de sus verdugos.”

El libro concluye con un recuerdo emocionado del líder socialista Jean Jaurès en el primer aniversario de su asesinato. Él fue el profeta que veía el desastre aproximarse y al mismo tiempo el político hábil que hubiera puesto toda su energía para evitarlo. No obstante, Rolland aporta citas que muestran que, desencadenada la agresión, no hubiera hurtado su esfuerzo a la defensa nacional.

Se incluyen como apéndice dos textos. El primero de ellos, “A los pueblos asesinados” es de noviembre de 1916 y tal vez lo más logrado del volumen. Comienza con una vibrante denuncia de los crímenes del colonialismo, que arrasa todos los continentes, para constatar después cómo la plutocracia europea ha hincado ahora el diente en su propio territorio y masacra a sus propios pueblos, cuya voz ha sido asfixiada y corrompida. Y la responsabilidad se extiende en círculos concéntricos, el primero es el de los magnates que se lucran con el negocio sangriento, pero también son decisivos los intelectuales, los periodistas y los políticos, que actúan como sus instrumentos y parapetos, y por último está el requisito más doloroso, la imprescindible estupidez de los pueblos.

El segundo texto, de 1919, es una “Declaración de Independencia del Espíritu”, que recoge firmas de intelectuales de toda Europa en un llamamiento a dejar los planteamientos chauvinistas y encontrar un lenguaje de entendimiento que permita encarar un futuro de reconciliación.

Más allá de la contienda, con su pacifismo posibilista entreverado de patriotismo francés, tal vez decepcione a quien se acerque a sus páginas buscando un alegato de noviolencia radical y sin concesiones, pero debe reconocerse que en su momento fue un poderoso aldabonazo a la conciencia de una Europa entregada en cuerpo y alma y en todos sus estratos sociales a la más sangrienta ofuscación nacionalista.