Primera versión en Rebelión el 12 de febrero de 2019

El cubano Miguel Barnet (1940), poeta, narrador, ensayista y etnólogo, es autor de novelas-testimonio en las que transforma en literatura el relato oral de personas que parecían destinadas a quedar enterradas por el discurso oficial de la historia, pero que al fin reconocemos como auténticos protagonistas del devenir social. La primera de estas obras cronológicamente es Cimarrón (1966), que es también la que responde mejor a este esquema con una menor intervención autoral. Posteriormente, en otras como La canción de Rachel (1969), Gallego (1986) o La vida real (1989) Barnet recurrirá frecuentemente a la combinación polifónica de testimonios reales para construir rostros emblemáticos, como el de Rachel, una cantante del período prerrevolucionario, o los de emigrantes en circunstancias diversas sometidos siempre al mestizaje cultural.

El editor Falconetti Peña, que acaba de incorporar Cimarrón al catálogo de Dirección única, nos pone con su introducción en antecedentes del macabro telón de esclavitud colonial sobre el que se tejía la prosperidad de la metrópoli. Miseria y explotación feroz que siguieron como si nada tras la abolición en Cuba de la trata en 1886, y que nutrieron las filas de los mambises en la guerra por la independencia, aunque conquistar esta sirviera sólo para continuarlas con otro dogal made in USA. Fue sólo en 1959, cuando los afrocubanos pudieron alcanzar la igualdad de derechos en la perla del Caribe.

Las intenciones de Miguel Barnet con la obra están plasmadas en la introducción que puso a la primera edición. En ella nos cuenta cómo en 1963 acude a Esteban Montejo, un anciano de 104 años, en busca de información sobre las religiones de origen africano que se conservan en Cuba, y escuchando los recuerdos de su ajetreada vida, cuajada de experiencias de enorme interés, concibe la idea de reconstruirla en un relato biográfico. Para lograr este objetivo fue necesario desarrollar y ejecutar un ambicioso plan de entrevistas que luego hubo que completar recurriendo a nuevos testimonios y documentos. El resultado final exhuma las vivencias personales de un hombre, pero sirve para acercarnos a través de ellas a procesos y situaciones históricas valiosísimas que de otra manera corrían peligro de caer en el olvido.

Esteban nació esclavo en 1860 en un ingenio cerca de Remedios y creció sin conocer a sus padres, en un mundo donde los seres humanos eran criados como ganado. Condenado al trabajo del ingenio, en seguida huye, pero capturado es puesto a la faena cargado de grillos. A los diez años domina ya todas las labores de transformación de la caña, y aunque no lo han mandado todavía a las duras bregas del campo, deja constancia de que “los niños trabajaban como bueyes”. La vida era en barracones con un excusado en una esquina y cuartos chiquitos, donde se les encerraba de noche. Régimen de presidio con vigilancia y cuero, y faena de sol a sol, aunque también con entretenimientos y juegos, y los domingos música, bailes y baños en el arroyo. Casi todos tenían “conucos”, pequeños huertos que explotaban para su beneficio, o criaban sus cochinaticos; para comerciar había tabernas. Los rigurosos detalles nos sumergen en aquel mundo, y conocemos las naciones de los negros y sus religiones ancestrales, con sus ceremonias funerarias, rituales mágicos y conjuros.

Desde su primer intento fracasado, el joven Esteban vive con la obsesión de huir de un lugar donde “uno no puede hacer nada por sí y todo depende de las palabras del amo”. Un día arroja una piedra al mayoral y se lanza al campo. Tras vagar sin rumbo, halla refugio en una cueva donde sobrevive año y medio haciendo compañía a los murciélagos. Luego vive en el monte alimentado de lo que recoge, caza o hurta, con el temor de los perros de los ranchadores, adiestrados en la persecución del negro, y huyendo de luces y ruidos y hasta de otros cimarrones. Hojas de tabaco mascadas alivian las picaduras, y cocimientos de romero, los dolores de huesos. Para entretenerse fuma hojas de palo de macagua y con guanina achicharrada hace café; buena miel se encuentra fácilmente. Todo era comer, dormir y vigilar, en compañía de árboles y pájaros. “La pura verdad es que a mí nunca me falto nada en el monte. La única cosa que no podía hacer era el sexo.(…) Yo estuve años y años sin conversar con nadie”. Un día, por el griterío de la gente sabe de la abolición de la esclavitud y regresa al trato de los humanos.

Comienza así una época en la que anda de pueblo en pueblo, reacio a esclavizarse por un salario, y comiendo lo que buenamente le dan. No obstante, termina por contratarse para cortar caña. En el ingenio, los barracones ya no tienen cerrojos y se han abierto boquetes en las paredes para la ventilación. Ahora su vida es duro trabajo y recuperar el tiempo perdido con las mujeres. A veces forma parejas, nunca demasiado estables y siempre despreocupado de los posibles frutos de sus amores. Así recorre varios ingenios. Hombre serio y “separatista”, Esteban disfruta de la amistad, pero no se exalta con borracheras, diversiones ni riñas de gallos. El minucioso relato nos acerca a la Cuba de aquellos años, con aspectos que sorprenden, como la pujanza de la comunidad china, cuyos médicos eran los más reputados, o la proliferación de bandoleros que robaban a los ricos, pero no para repartir a los pobres precisamente. Los cultivos de caña se van comiendo la belleza salvaje de la isla, al tiempo que el vapor sustituye al esfuerzo humano y crea una casta de obreros especializados que se creen superiores.

Confusamente acaba imponiéndose la idea de que la guerra es necesaria. Los privilegios de los españoles se hacen insoportables y “libertad” es siempre una palabra hermosa. En diciembre de 1895, Esteban deja el ingenio y se une a los mambises cerca de Camagüey. Su primera batalla es en Mal Tiempo, junto a Antonio Maceo, Máximo Gómez y Quintín Banderas; allí los machetes logran romper los cuadros de fusiles y bayonetas y luego en el combate libre caen muchos españoles. Se pelea después en El Mamey y se distribuyen las tropas. Esteban queda con Tajó, cruel bandolero desde hace años, pero en unos meses, disgustado de sus pillajes, se va y se pone a las órdenes de Cayito Álvarez, que resulta ser también bandolero y asesino, y además tiránico y soberbio; lo ejecutarán sus propios hombres cuando sepan que ha pactado entregarse a los españoles tras la muerte de Maceo. Junto a él nuestro cimarrón estuvo en un par de combates serios, aunque su faena en la guerra fue sobre todo atrapar ganado. Lucha más tarde con Higinio Ezquerra, pero ya hay poca acción. Tras la victoria conoce La Habana cuando entra allí con las tropas. La “Cuba libre” por la que tanta sangre se había derramado, no es más que un chiringuito de los americanos en el que los negros siguen marginados. Esteban regresa a su Remedios natal y se emplea de nuevo en un ingenio. Después tendrá diversos oficios.

Esteban Montejo nos va abriendo las puertas de su memoria y en su relato jugoso y franco vamos descubriendo los mundos perdidos que alumbraron la Cuba del presente: el sórdido y aborrecible de la esclavitud, que lava su cara luego para perpetrar una explotación que continúa siendo odiosa; la pesadilla de la guerra, con sus horrores y sus caudillos demasiadas veces criminales, y la paz que regresa como una noria que sólo es capaz de remover un agua sucia y apestosa. Cimarrón nos introduce además en un inventario muy viejo de creencias y rituales africanos trasplantados al Caribe, y vemos cómo estos siguen dinamizando el pensamiento de los hombres desarraigados y convertidos en herramientas de una implacable extracción de plusvalía. Es una conciencia enmarañada, pródiga en conjuros y alucinaciones que tratan de hacer soportable lo insoportable, y atenta siempre al latido de una vida exuberante que repite sus ciclos. Y al final de la historia, y casi a modo de conclusión, comprobamos cómo en una trayectoria marcada por esclavitud, explotación y guerra, los años de cimarrón quedan en el recuerdo del protagonista como una isla de libertad y comunión con la naturaleza. Así la huida desesperada se convierte en un reencuentro y en una experiencia iluminadora sobre la que habría de ser posible la construcción de otro mundo.