Primera versión en Alasbarricadas.org el 13 de agosto de 2014

El año de la victoria y Nosotros, los asesinos (G. del Toro, 1974, 1976; Ediciones El Garaje, 2009, 2008) constituyen el segundo y tercer volumen de las memorias de Eduardo de Guzmán sobre la guerra civil y el comienzo de la postguerra. El primero de ellos, recoge el relato de su detención en Alicante, su paso por los campos de concentración de los Almendros y Albatera y su regreso a Madrid el 15 de junio de 1939. En el segundo encontramos su periplo por diversas cárceles madrileñas, su juicio y condena a muerte y la conmutación de esta pena varios meses después.

Los Almendros

“Matar la esperanza es matar el temor”. El 1 de abril de 1939 caminando entre los soldados que lo custodian, Eduardo de Guzmán no puede dejar de recordar la larga cadena de engaños que terminaron por impedir la evacuación. Engaños de enemigos, pero también de amigos, y esto es lo más doloroso. Van por la carretera de Valencia y muy pronto mujeres y niños son separados, lo que da lugar a protestas y asesinatos de algunos de los que protestan. Su primer destino es un improvisado campo de concentración en las inmediaciones de Alicante. Ocupa parte de un hermoso valle con almendros que sirven para bautizarlo. En él son reunidas en torno a veinticinco mil personas. Diseminadas hay barracas y pozos de agua salobre. La carretera de Valencia a Alicante lo bordea dos kilómetros por uno de sus lados.

En los días que siguen, los concentrados, cuyo número va aumentando hasta cuarenta o cuarenta y cinco mil, deben recurrir a los almendrucos que ya verdean en los árboles para no morir de hambre. Sólo el martes 4 se reparte una lata de sardinas para cada dos y un chusco para cada cinco, aunque hay dos mil personas para las que no llega ni esa exigua ración. Durante la “comida”, los que negociaron con los italianos en el puerto de Alicante son requeridos para firmar allí un escrito con el que el general Gambara trata de librarse del estigma de haber entregado los prisioneros a Franco. Su versión es que fue forzado a consentir la ocupación del puerto y a faltar con ello a su palabra.

Las noches a la intemperie con hambre, frío, lluvia y ruido de disparos son un suplicio. A las siete, toque de diana y obligación de levantarse, incluso para los enfermos. De día los concentrados, que han ido juntándose por afinidades, cambian impresiones. Eduardo de Guzmán apunta que los que allí están son los que han mantenido todas las estructuras y servicios del sector meridional del territorio republicano hasta el mismo fin, los que han seguido en sus puestos mientras otros buscaban la forma de huir.

Se discute la posibilidad de otra guerra mundial y la conveniencia de haber prolongado la lucha hasta su comienzo. A este respecto, David Antona cuenta sus entrevistas con León Blum, primer ministro francés, y se muestra convencido de que en ningún caso esta gran guerra hubiera empezado antes de que terminara la de España, y esto por la sencilla razón de que casi todos deseaban la derrota de una experiencia con peligrosas componentes de poder obrero. Él percibió en sus conversaciones la impotencia de León Blum, sometido a la presión de la burguesía francesa y el gobierno inglés.

Obviamente, la charla más común es sobre el futuro que espera a los presos y aquí, aunque hay grupos de oficiales italianos que se acerca a hacer proselitismo y hablan de una generosa amnistía que aportará brazos para la reconstrucción del país, la mayoría es pesimista, pensando en precedentes históricos como la comuna de París, o en lo que sucede en ese momento en Alemania. También acceden al campo familiares que traen consuelo a los reclusos y cuadrillas de fascistas que buscan a alguien con ominosas intenciones.

El día 5 (miércoles) se amplía el tamaño del campo, que iba quedando pequeño; es otra jornada de ayuno y algunos tratan de conseguir un panecillo a cambio de un reloj o una estilográfica. Para colmo de males, una plaga de piojos se extiende entre los concentrados: “Cuando los sientes correr por tu cuerpo, acabas sintiendo vergüenza y asco de ti mismo.” El jueves se empieza a rumorear que el campo va a ser desalojado. Después se reparte un chusco para cada cinco y un bote de lentejas para cada cuatro (tres cucharadas por barba). A las cuatro de la tarde se prepara la evacuación, pero sólo doce o catorce mil han emprendido camino cuando anochece y debe interrumpirse.

Eduardo de Guzmán abandona el campo de los Almendros con sus últimos inquilinos la mañana del Viernes Santo de 1939 (7 de abril). La misma maleta de hace unos días pesa ahora el doble. Viendo la absoluta falta de organización de los militares que los conducen, alguien comenta: “Parece mentira que estos tipos hayan podido derrotarnos.” A lo que otro responde: “Acaso perdimos la guerra porque todavía era mayor nuestra falta de organización.”

Albatera

Tras atravesar a pie la ciudad de Alicante y comprobar los intensos destrozos de los bombardeos sobre ella, llegan a la una de la tarde a la estación de Murcia, donde como sardinas en lata se les comprime en un tren y parten con destino incierto. En Elche reciben agua y naranjas de unas mujeres que se atreven incluso a despedirlos alzando el puño cuando el tren arranca. A la llegada a Albatera, a algunos han de bajarlos sin sentido de los vagones. El campo de concentración de esta localidad albergó durante la guerra a unos quinientos presos fascistas y ahora apenas hay sitio en él para las veinte mil personas que allí han sido trasladadas. Acostados de lado por falta de sitio y teniendo que sincronizarse para darse la vuelta, les resulta casi imposible dormir.

Las condiciones de vida son terribles en el campo; la alimentación, nula muchos días y muy escasa otros. Se les mantiene formados largas horas, mientras comisiones procedentes de diversos lugares husmean entre las filas a la caza del rojo; se llevan a bastantes personas y poco después suelen oírse disparos. De noche, hacinamiento y lluvia que obliga a los reclusos a dormir sobre los charcos que se forman en el suelo impermeable del campo.

El martes 11, los que tienen dieciséis años o menos son puestos en libertad con orden de ir a sus lugares de residencia y presentarse a la Guardia Civil o policía, que decidirán qué hacer con ellos. Son más de doscientos. Eduardo se decide a escribir a su madre cuando sabe que su nombre ha sido publicado en ABC en una lista de detenidos en Alicante. En un octavo de folio, con el necesario acompañamiento de las expresiones: “Arriba España”, “Viva Franco” y “Año de la Victoria”, la informa de que “se encuentra bien y será liberado en breve, por lo que no hay ninguna razón para preocuparse.”

La noche del 11 al 12 de abril comienza una intensa lluvia que seguirá los días siguientes. Las condiciones de la muchedumbre hacinada a la intemperie y empapada todo este tiempo son terribles. Hasta el 27 de abril se les reparten cuatro raquíticas comidas, con varios días de intervalo entre una y otra. Demacrados, encerrados en sí mismos, desesperados, muchos enferman y bastantes mueren, pero curiosamente ninguno se suicida. Parece que las mentes más embotadas se aferran con fuerza a la vida. Entre el 18 y el 20 de abril, se permite abandonar el campo a los mayores de sesenta años en las mismas condiciones que a los chavales.

La siguiente maldición que se abate sobre los desgraciados inquilinos del campo, tras el hacinamiento, el hambre y la lluvia, es, ya en el mes de mayo y cuando la alimentación mejora gracias en buena parte a los paquetes que llegan a algunos y tienen la amabilidad de repartir, una penosa epidemia de estreñimiento que causa estragos. Tras semanas de inactividad, el intestino se resiste a volver a funcionar. No obstante, el mal más común pasan a ser después las diarreas y se dan casos de paludismo y tifus. En estas fechas, los soldados que custodian el campo son sustituidos por regulares, con los que la situación mejora algo pues no hay en ellos el odio del enemigo que tanto se prodigaba antes, y roban menos en los paquetes y raciones de los presos. Estas últimas consisten habitualmente en media lata de sardinas con un trozo de pan al día.

A Albatera comienzan a llegar noticias sobre cómo se va desarrollando la represión en distintas zonas próximas. No son muy esperanzadoras, con encarcelamientos masivos y sentencias de muerte y fusilamientos a la orden del día. Sorprende que personajes como Julián Besteiro o Melchor Rodríguez están en prisión. Eduardo de Guzmán recibe un paquete de su madre y con él la información de que un viejo amigo de Madrid que es capitán en el ejército vencedor ha aceptado darle su aval. A las pocas horas, se le comunica que va a ser enviado a Orihuela, aunque todavía tendrá que esperar muchos días en un calabozo atestado de chinches y piojos. El lunes 15 de mayo recibe una visita de su madre y su hermana. Le traen noticias de sus hermanos y le cuentan los rigores de la vida en Madrid, pero todos se esfuerzan en ser optimistas.

Corren rumores de un generoso indulto el 19 de mayo, tras el desfile de la Victoria. Pasa la fecha y nada hay de ello, y encima son obligados a soportar un discurso del escritor fascista Ernesto Giménez Caballero, que se acerca al campo para perorar sobre la España eterna y la derrota de las hordas asiáticas. Llega junio y Eduardo sigue en el calabozo. Esos días los intentos de fuga se castigan con fusilamientos ante todos los reclusos formados, provocaciones en las que las ametralladoras vigilan para hacer una masacre si hay cualquier conato de motín. Su hermano Antonio y un primo de Valladolid, que resultó ser “camisa vieja”, vienen a Albatera con la intención de liberarlo, pero sólo consiguen hablar con él y darle ánimos.

El 15 de junio de 1939 Eduardo de Guzmán deja al fin Albatera. Días antes había sido delatado a policías madrileños por un chivato que lo conocía. Es el último en ser llamado y en el camión no hay sitio para su maleta, que debe abandonar, con ropa y un par de novelas y una obra de teatro inéditas. Pasan por Orihuela, donde se completa la expedición y cuatro camiones y cinco automóviles emprenden viaje por Murcia y Albacete hacia Madrid. Son ciento un presos seleccionados por su significación política, militar o sindical, y pertenecientes a todos los partidos y sindicatos. Cerca de la capital hay frecuentes paradas en los pueblos en las que los presos son “exhibidos”. A Eduardo le toca aguantar las pullas de lectores de Castilla libre que al parecer no comulgaban con el ideario del periódico. De madrugada llegan a Madrid sin probar bocado en todo el día y son encerrados en un sótano.

Madrid, centros de detención

Un chalet en la calle de Almagro, esquina de Zurbano y Zurbarán, es la primera estación del via crucis madrileño de Eduardo de Guzmán. Este era uno más de los innumerables centros irregulares de internamiento que proliferaban por entonces en la capital. En ellos los presos eran sometidos a torturas salvajes sin que estas fueran acompañadas en general de un interrogatorio: puro sadismo o preparación psicológica para etapas ulteriores. En una ocasión, los polizontes se divirtieron tratando de obligar a Eduardo de Guzmán y a Manuel Navarro Ballesteros, que había sido director de Mundo Obrero, a pelearse entre ellos. Cuando no lo consiguieron, los dos fueron golpeados hasta perder el conocimiento.

Algunos no resisten el maltrato, como el Dr. González Recatero, que se suicida arrojándose por una ventana. Otros fallecen de resultas de las heridas recibidas, como el comisario Lebrero. Felipe Sandoval, puesto al borde de la muerte había comenzado a delatar a sus compañeros, pero se tira por la ventana del baño donde lo tenían encerrado cuando muchos le recriminan su actitud y le exigen un último acto de valor.

A primeros de julio de 1939, Eduardo y otros detenidos son trasladados a un centro de internamiento en la calle de Alcalá, donde ganan algo de espacio y también de suciedad con más piojos y chinches, y sarna poco después, pero siguen los interrogatorios con los métodos habituales y los fallecimientos consiguientes. Como en la calle de Almagro, la alimentación de los presos, aparte de un aguachirle matinal, se sustentaba en los paquetes que les hacían llegar sus familias. Es doloroso ver como el nuevo poder manipula las conciencias; los golpeados y vejados son ya “los asesinos”, aquellos contra los que toda violencia está justificada. Un día, Navarro y Guzmán son invitados a presenciar desde una ventana el paso por Madrid, aclamado por las multitudes, de Galeazzo Ciano. Parecía la apoteosis del fascismo, pero le quedaban menos de cinco años para morir frente a un pelotón de fusilamiento.

El 3 de agosto Eduardo de Guzmán es obligado a firmar una declaración que no se le permite leer. Las únicas alternativas eran acabar firmando tras un sinnúmero de palizas o fallecer a consecuencia de ellas. Ese día es enviado con otros detenidos a la cárcel. Para concluir el capítulo, Guzmán repasa los destinos de sus compañeros de reclusión estas semanas. Los más afortunados, como él mismo, recibieron después condenas de muerte que fueron conmutadas y lograron sobrevivir. La mayor parte acabaron fusilados, incluidos algunos que habían salvado la vida de fascistas importantes y tuvieron la debilidad de esperar correspondencia. Se cuenta el caso de uno que fue a la ejecución con la cabeza abierta por un cristazo del cura al que dio el disgusto de no confesarle sus pecados.

Cárcel de Yeserías

Tras peregrinar por seis cárceles abarrotadas en las que no cabe un alfiler, al fin el grupo es admitido en la de Yeserías, donde uno de los policías que los trasporta se despide: “¡Suerte, rojos! ¡Que os fusilen pronto…!” Eduardo puede ducharse, pero es recluido luego en la sala sexta, con medio metro cuadrado por persona. Allí tiene el placer de abrazar a muchos compañeros y amigos. Conoce la rutina final del día: exigua cena, recuento, himnos patrióticos que han de ser cantados brazo en alto y gritos rituales. Una hora larga después, a las diez, toque de silencio. Como sardinas enlatadas tratan de dormir los presos que llenan la sala y el baño anexo, de costado y con las piernas encogidas, sin colchonetas, prohibidas porque ocupan demasiado espacio. Sólo está permitido algo distinto de una simple manta a los mayores de cincuenta años, pero suelen renunciar a ese derecho. El descanso nocturno lo interrumpe la llamada a los que serán fusilados esa noche.

Comienza la jornada a las ocho con un cacillo de agua oscura y caliente. A las diez otra vez recuento, cánticos y gritos. La comida consiste en un cazo de líquido pardo con algún trocito de boniato, una raspa de corvina y ciento cincuenta gramos de pan negro (para todo el día). Un compañero le proporciona pomada con la que alivia los picores de la sarna. Pasa una semana hasta que puede hablar con su hermana y su madre, muy desmejorada. A través de las rejas y rodeados de otros presos y sus familiares, se gritan los embustes rituales.

Cada dos días se sale un rato a un patio que es un hervidero de bulos, piadosas mentiras que muchos se esfuerzan en creer. Allí encuentra Eduardo a conocidos, como Pedro Luis de Gálvez, poeta de la bohemia madrileña, que será fusilado en breve. En los largos ocios se discute sobre las causas de la derrota y los errores cometidos. Son las eternas polémicas sobre “la revolución y la guerra” y la justificación del “golpe de Casado”, en las que habitualmente comunistas y sindicalistas conforman el grueso de los dos bandos enfrentados, discusiones civilizadas y de gran altura que a veces se extienden a casi toda la sala. Sorprende que, a pesar de estas diferencias de opinión, hay una enorme solidaridad entre todos los vencidos y no existen chivatos. La noticia del pacto germano-soviético que llega en esos días a la sala es un mazazo para los comunistas, que apenas aciertan a creerlo.

Funciona un sistema de comunicación por notas entre las distintas prisiones y así los mismos reclusos emprenden un cálculo del número total de presos políticos que hay en ese momento, en noviembre de 1937, a los siete meses de concluida la guerra, en las cárceles madrileñas. Resulta una cifra estremecedora entre sesenta y setenta mil personas. Un día, su hermana y su madre le traen lo que piensan que es una buena noticia; han sabido que su expediente ha pasado a manos del juez militar de prensa, un tal Gargallo, del que tienen buenos informes. Un mes después, Eduardo lo conoce en la cárcel cuando acude a interrogarlo y le ordena que escriba una declaración de sus antecedentes políticos y sociales y sus actividades durante la guerra. Redacta unas cuartillas que nunca le serán demandadas y romperá unos años más tarde.

A finales de 1939, una misteriosa “señorita cero” visita las salas de Yeserías y adoctrina a los presos en un catolicismo empalagoso y falso que se atasca en la contundencia del “no matarás”. Se rumoreaba que era una aristócrata sevillana, hermana de un ministro. No amaina nada la ferocidad de la represión en esa época y las sentencias a la “pepa” (muerte) siguen siendo muy frecuentes, al tiempo que contadas las absoluciones o penas de menos de seis años. Esperpénticamente, son comunes las condenas por “rebelión militar”. Entran ahora periódicos en las salas, que sólo sirven para comprobar cómo el nuevo poder ha adoptado la fácil estrategia de culpar a los “asesinos rojos” de todos los males imaginables. El mundo, con Hitler triunfante, Stalin a su lado, e Inglaterra y Francia amedrentadas, se ha convertido en un lugar algo más infame de lo habitual.

El 17 de enero, Eduardo es trasladado a las Salesas para el consejo de guerra, y al día siguiente asiste con otros veintiocho detenidos al simulacro de juicio. Sin que se les permita hablar en su defensa, el fiscal pide una abrumadora cantidad de penas de muerte, entre otros, para el poeta Miguel Hernández y el propio Eduardo de Guzmán, a los que por su condición de “intelectuales” considera responsables últimos de todos los “crímenes rojos”. Esa noche, ya en Yeserías, despierta de madrugada a una vida que aparece ya sólo como los trámites últimos y dolorosos de un asesinato legal. Sin embargo en una visita de su madre ese mismo día, ella trata de infundirle esperanzas: hay muchos buenos amigos que están luchando por él y las expectativas no son malas…  Eduardo sólo ve en esto dulces palabras ajenas a la realidad. La saca de esa noche es distinta a todas las que había vivido hasta entonces.

Se repasan las condenas durísimas de periodistas, militares y policías conocidos,  con predominio de “pepas”. La madre de Eduardo sigue haciendo todas las gestiones que puede, pero empieza a perder la esperanza. A mediados de febrero, las sacas se aguardan con oscuros presentimientos y luego viene el placer animal de que no lo lleven a uno y vivir así unas horas más, y la vergüenza de esta alegría frente el dolor lancinante de los compañeros que van a la muerte. La noche del 6 de marzo llaman a Eduardo en la sala y nadie duda del significado de la llamada, abraza a los amigos y se despide de ellos, pero se le incorpora a un grupo en el que reconoce a presos que aún no han sido juzgados. ¿Qué está ocurriendo? La esperanza se abre paso dolorosamente y al fin se enciende una luz: se trata tal vez de una “limpieza” en  la que trasladan a los elementos más conspicuos de diversas organizaciones para romper sus estructuras.

Cárcel de Santa Rita

Tras el susto de ver que el camión toma el camino de Campamento, lugar donde se producían ejecuciones, su destino resulta ser el viejo reformatorio de Santa Rita, en Carabanchel, transformado ahora en cárcel en la que se hacinan entre dos mil quinientos y tres mil presos. No obstante, las condiciones de espacio y movilidad mejoran algo. Siguen las sacas, y se extiende el bulo de una amnistía el 1 de abril que al fin queda en nada. Abril y mayo son meses duros, con noticias de triunfos hitlerianos por toda Europa. El 17 de mayo, viernes, Eduardo recibe de su familia una información en clave que significa que su fusilamiento es inminente. Ve claro que su única opción es tratar de escapar y realiza algunos intentos sin éxito. El lunes su madre le trae buenas nuevas. Su expediente había desaparecido de donde estaba y todos se temieron lo peor, pero parece ser que no ha ido a “Ejecutorias”, sino a otro departamento, con lo que el fusilamiento no es inminente.

Comienzan en esa época los reclusos a trabajar en diversas labores, como picapedreros, albañiles o fabricando muñecos de trapo; peor mirados son los que colaboran en el periódico Redención, destinado a los presos y sus familiares. Siguen las victorias alemanas, que la prensa española celebra como propias, mientras los italianos creen llegado el momento de hacer un buen negocio y entran en la guerra. En julio se producen numerosos traslados de Santa Rita, que se quiere descongestionar, a otros penales y cárceles. En agosto Eduardo es llevado a una celda donde están reunidos los condenados a muerte. Largos meses permanecerá en ella hasta que el 21 de mayo de 1941 recibe la noticia de que su pena ha sido conmutada a treinta años de reclusión. El libro concluye con las felicitaciones y abrazos de sus compañeros.

Tras los hechos narrados en sus Memorias, Eduardo de Guzmán consiguió la libertad condicional en 1943. Hasta 1978, tras la muerte del dictador, no sería rehabilitado como periodista.