Primera versión en Rebelión el 9 de abril de 2008

El libro, ese objeto compacto y laberíntico desde el que otros hombres misteriosamente nos hablan, ha sido compañero nuestro mucho tiempo. Hace casi dos mil años, en un texto que suele considerarse una de las primeras referencias escritas a un libro, el poeta latino (e hispano) Marco Valerio Marcial descubre ya su enigma en un hermoso dístico elegíaco que constituye el fragmento 184 de sus Apophoreta: “Homero en un códice de pergamino”/ La Iliada y Ulises, enemigo del reino de Príamo,/ unidos en los pliegues de la piel seductora se esconden. (“Homerus in pugillaribus membraneis”/ Ilias et Priami regnis inimicus Ulixes/ Multiplici pariter condita pelle latent.) A lo largo de los siglos, en los libros ha ido decantándose algo de lo mejor del espíritu humano, y no sería razonable ni justo pensar que esto no ha de seguir ocurriendo por más problemas que surjan en algún momento. La historia material del libro es esencialmente la crónica de una mejora y abaratamiento de las condiciones de su producción y distribución, pero el progreso tecnológico que hizo posibles estos avances llevó también al libro a un callejón sin salida en el siglo XX cuando la radio, el cine y la televisión se convirtieron en destinatarios principales del tiempo libre de la mayor parte de la población. El libro entra entonces en una grave crisis marcada por una caída en picado de la lectura (que curiosamente no va acompañada de una caída del número de publicaciones), por un descenso vertiginoso de la calidad de lo poco que se lee, debido a la destrucción del sistema educativo y al dominio del mercado por parte de los medios de propaganda del sistema, y por la emergencia de una visión del libro como objeto de consumo perecedero ligado a la industria del entretenimiento y ajeno a cualquier otra consideración.

Son éstas las condiciones que vivimos actualmente, y éste es el ambiente que respiramos al entrar en una librería de las pocas que quedan, transformadas mayormente en supermercados de novedades librescas, o al leer alguno de los autodenominados “suplementos culturales”. Tal vez nos ayuda algo para entender por qué ocurre esto saber quiénes son los propietarios de todo este entramado e interpretar el desvanecimiento del libro como una estrategia al servicio de sus intereses. Simplificando la situación podríamos decir que entre los escritores que pudieran merecer tal nombre y los destinatarios de su mensaje se interpone hoy un tinglado editorial-comercial-mediático que hace inviable que el libro pueda cumplir el más noble de los fines que le son posibles, el fortalecimiento del pensamiento crítico y la mejora de la sociedad. Los heroicos esfuerzos de editoriales minoritarias y librerías y medios alternativos poco pueden hacer en principio para paliar este marasmo.

Hay un hecho, sin embargo, que hace que la situación que acabamos de esbozar tome un cariz completamente distinto. Paradójicamente, en el momento del clímax del control social, cuando parecía que todos podríamos ser lobotomizados sin dificultad ante la pantalla del televisor (madre de todo engaño), hete aquí que el propio desarrollo tecnológico, máquina ciega que no sabe del bien ni del mal, pone en manos de los sufridos humanos un paradigma de la comunicación radicalmente nuevo, y se produce una revolución de todo lo relacionado con la transmisión de la información, una transformación tan drástica que todo lo descrito en los párrafos anteriores, sin dejar de ser cierto, resulta de alguna forma sólo “lo que ocurría en otro mundo antes de”.

Vivir una revolución es algo fascinante, pero no sé si somos del todo conscientes de lo que se está gestando en este momento en el campo de la comunicación. Podríamos decir que los sueños más delirantes se están convirtiendo en realidad. El hecho es que la información contenida en un libro, es decir lo que es esencial de él, puede ser transferida en unos pocos segundos a cualquier punto del planeta conectado a Internet. Esta frase tan simple expresa algo tan extraordinario que todo lo relacionado con el libro entre el momento en que es escrito y el momento en que es leído tiene que ser replanteado a partir de cero. Si yo soy un escritor, es probable que desee que la gente lea lo que escribo. Evidentemente, en el viejo mundo existía un protocolo que yo debía seguir: lo primero era buscar un editor y tratar de llegar a un acuerdo. Si esto ocurría, el libro se imprimía, se distribuía, y al cabo de un tiempo, es posible que tal vez un lector chileno, por poner un ejemplo geográficamente lejano, un día llegara a ver mi obra sobre la mesa de novedades de la librería que suele visitar. Éste era el viejo sistema, altamente costoso y propicio a todo tipo de manipulaciones. En la actualidad, si yo consigo que esa persona tenga noticia de mi trabajo y se interese por él, puede recibirlo casi instantáneamente con el único coste de lo que yo quiera establecer como derechos de autor. La información viajará milagrosamente por las llanuras submarinas del Atlántico, y el lector entrará en posesión del contenido del libro, que podrá imprimir y encuadernar en la forma que estime conveniente.

El problema se reduce entonces a relacionar a escritores y lectores, pero tengamos en cuenta que lo que se ha desarrollado en realidad estos años es un modelo nuevo de comunicación a escala planetaria. Poner en contacto a un escritor y un lector en unas condiciones en que existen buscadores, foros, blogs y medios virtuales alternativos a disposición de todo el mundo parece realmente un empeño realizable. De hecho surgen en estos momentos por todas partes sitios web que permiten al que lo desee manejar una enorme cantidad de información sobre obras que pueden descargarse gratuitamente. ¿Cuál es el futuro del libro entonces? Sin duda lo fundamental es conseguir que sea posible imprimir y encuadernar los libros electrónicos, que deben empezar a circular por la red como forma habitual de distribución, con un formato bello y amable que nos reconcilie con el placer estético que ha habido siempre en torno al libro. Señalemos de pasada que en la biblioteca pública de Nueva York ya existe una máquina que materializa en unos minutos y a cambio de unos pocos dólares el volumen virtual que le entreguemos. La generalización del uso de sistemas de este tipo, acompañada del acceso a  ficheros virtuales con amplios catálogos que permitan consultar textos a través de la red, dibuja un panorama para el futuro en el que los obstáculos que gravan hoy la libre comunicación de escritores y lectores parecen diluirse en gran parte.

Señalábamos al principio de este artículo una situación deplorable del libro, que es la realidad de estos momentos, y hemos visto también cómo apuntan en el horizonte posibilidades radicalmente nuevas que han de encontrar un desarrollo óptimo en el futuro. Es indudable que el continuo despliegue y contraste de información veraz, lo que podíamos llamar “selección natural de las ideas”, es un factor importante del avance social. El ser humano es fácilmente manipulable ciertamente, pero no es menos cierto que lo es sólo por medio del engaño y la ocultación de la realidad. Las condiciones actuales resultan esperanzadoras en este sentido, pues la circulación de datos bien fundados y verificables a través de Internet ha de servir sin duda para que la alienación en la que vivimos inmersos (como el pez en el agua) sea progresivamente percibida y cuestionada. El viejo libro se convierte en un instrumento poderoso en todas estas transformaciones, y lo es sobre todo liberado de las cortapisas a su libre distribución que habían sido puestas al servicio de un sistema fundamentalmente podrido.