Primera versión en Rebelión el 21 de febrero de 2008

Los libros que José Gutiérrez Solana escribió han sido vistos en general, ya desde la época en que su autor vivía, como un producto secundario de su talento creador, medio oculto a la sombra de su aceptada genialidad como pintor. La admiración de Ramón Gómez de la Serna y algunos otros iniciados de ninguna manera fue compartida por una sociedad incapaz de reconocerse en la visión que de ella presentaba Solana en sus escritos. No obstante, el paso del tiempo consolida progresivamente la opinión de que en estas obras se encuentra una fiel y sólida imagen literaria de algunos de los rostros menos amables de la España de principios del siglo XX. La benemérita reedición reciente de algunos de estos libros, que tienen además el atractivo añadido de incorporar textos inéditos o muy difíciles de hallar, debemos esperar que sirva para reivindicar a un escritor que merece mayor atención de la que ha recibido hasta estos momentos.

Hijo de indianos enriquecidos en México y oriundos de la montaña santanderina, Solana viene al mundo en Madrid el martes de Carnaval de 1886. Su vida, que transcurre principalmente en esta ciudad con algunas estancias en Santander y París, desarrolla pronto los hábitos de un eterno paseante y ávido observador de las calles y sus gentes, visitante asiduo de ambientes arrabaleros y marginales, de fiestas populares y sus chiringos y barracas. Siempre es un placer para él viajar por los pueblos y ciudades de España, recorrer sus barrios y beber el áspero vino de las tabernas. De la mirada insaciable y atormentada que explora estos escenarios, nacerá toda su obra, su prodigiosa pintura y también una serie de libros: Madrid: escenas y costumbres (1913 y 1918), La España negra (1920), Madrid callejero (1923) y Dos pueblos de Castilla (1925), además de la breve novela  Florencio Cornejo (1926), textos sobre París y fragmentos diversos. Literatura y pintura dan rienda suelta a su temperamento creador y su amarga visión de la sociedad en la que vivía hasta su fallecimiento en Madrid en 1945.

Podría decirse que la gran virtud de la prosa de Solana es ante todo su fidelidad en la recreación de circunstancias y situaciones de la vida común. En una tradición literaria empeñada tantas veces en transmitir más que nada una idea del ingenio del propio escritor y su capacidad sin límites para el artificio, pocas veces captamos como en Solana un desasimiento tan absoluto de cualquier empeño de este tipo y un sometimiento tan directo e invencible a la simple y llana realidad que el autor ha encontrado delante de sus ojos y le provoca una urgente e imperiosa necesidad de ser descrita. A propósito de esta inestimable autenticidad que impregna toda su obra, Ramón le calificaba así en cierta ocasión: “Solana se ha mantenido incólume. Su constancia es asombrosa y es, quizás, el único ejemplo en medio de esta vida artística en que todos los artistas dan tan vergonzosos espectáculos de bajeza, de transigencia y de sumisión, entregados a una política más fea y más indiscutible que la de los políticos.” Esto nos ayuda a entender esa revalorización continua de sus escritos, que conservan inmarcesible la virtud de enfrentarnos brutal y sabiamente a los paisajes más sórdidos de la España de la Restauración.

La prosa de Solana es rústica, pero enormemente efectiva. Leyéndole descubrimos otra vez que realmente no es tan importante escribir bien como tener algo que decir, y que esto puede conseguirse sencillamente teniendo los ojos bien abiertos y la sensibilidad a flor de piel. Aunque su estilo no sea muy depurado, Solana pone inmediatamente ante nosotros aquello que quiere mostrarnos, y su arte es tan magistral en este sentido que nos atrapan en él los acontecimientos más triviales: “Las sábanas que cuelgan de las cuerdas de los balcones se hinchan, y parece que trabajan por desprenderse y salir volando a la calle; los papeles dan muchas vueltas alrededor de los troncos de los árboles, y suben en torbellino a lo largo de las fachadas de las casas, a la altura de sus tejados.” El mundo que Solana nos muestra es ajeno a cualquier abstracción poética o romántica, a cualquier lectura idealista o patriótica, es el mundo real y simple de las gentes que viven su existencia absurda y alienada, una existencia regida fundamentalmente por la ignorancia y la crueldad. Solana recorre las calles y acude a las verbenas y los bailes populares, nos describe a mendigos, adivinadoras, curanderos y sacamuelas, rufianes y prostitutas. También se para en todas las barracas de los “fenómenos” y en las riñas de gallos. Los rituales del carnaval y la Semana Santa tienen en él un observador meticuloso y atento, así como el azar incoherente del rastro: “En una tela tienen los más diversos y extraños objetos: lavativas, dentaduras postizas, la mandíbula de una calavera, máquinas rotas de relojes y un saco lleno de cascos de caballos de los que se matan en las plazas de toros.” También se acerca a los mataderos: “La sangre corre en olas: los cerdos degollados forman un montón que esperan a ser romaneados y subidos por los mozos a los carromatos.” Y nos habla del caciquismo: “En día de elecciones, en todos los pueblos de España hay una atmósfera de matonismo; los cafés están llenos, se compran los votos y se reparten puros; luego la gente se lanza a la calle con estacas y garrotes.” En el capítulo “Los cementerios abandonados” de Madrid callejero, comprendemos finalmente que ni siquiera en la muerte seres tan atropellados han de alcanzar descanso. La heteróclita acumulación de ataúdes y cadáveres en el cementerio de S. Martín describe a la perfección un absurdo que se prolonga más allá del último suspiro del cuerpo.

Si toda la obra de Solana se mueve en un territorio mestizo y fronterizo entre la vida y la muerte, la “fiesta nacional”, donde la crueldad y la muerte, disfrazadas de “valentía” y “arte”, se convierten en protagonistas de la vida social, no podía dejar de tener en ella un lugar crucial. Allí, su mirada aguda no deja escapar nada: “Detrás de las barreras está la entrada general, que cuesta dos reales, y allí están apretados, de pie, muchos hombres y mujeres, y suele suceder que en esta aglomeración, una mujer baja que quiere ver las tripas de los caballos trepe por la espalda de un hombre y se monte encima de sus hombros con la cara encendida de entusiasmo.”

Y tras el espanto de la ciudad, que nos lleva a pensar al fin si la omnipresencia de enfermedad, crueldad y muerte en su paisaje, no significará en realidad que es la propia ciudad una monstruosa forma de enfermedad, crueldad o muerte, sólo el campo o el trabajo humilde y creador de los artesanos es capaz de despertar su ternura, como cuando contempla el río Tajo después de salir de Plasencia: “¡Qué ganas daban de abandonar el tren y quedarse allí, sobre todo a esta hora en que el sol aprieta, a merendar, a beber el agua cristalina de este río y a lavarnos las manos! ¡Con qué envidia veíamos, desde la ventanilla del tren, beber el agua a los corderos, que al salir de las balsas y encontrarse en la ribera lo primero que hacían era apagar su sed en el agua de este río!”

El humor chocarrero y malicioso de Solana aflora en ocasiones también, y se despierta sobre todo ante los seres finchados de su propia importancia, que mudan sus hábitos para formar una imagen egregia de sí mismos. Y en estos fragmentos puede apuntar incluso una coña autocrítica: “Fue pasando el tiempo, y los antiguos artistas del café de Levante se hicieron más conservadores, más burgueses; obtuvieron medallas en las exposiciones, plazas de profesores, y lo que fue el romántico café de Levante pareció una sucursal del café de la Bolsa. Sic transit Gloria mundi.”

José Gutiérrez Solana, que tan genialmente retrató el alma de su época en sus cuadros, nos regala en sus escritos la misma mirada silenciosa y huraña, vagamente enojada y burlona a ratos, siempre aguda y minuciosa para poner ante nosotros el espanto abigarrado de la España de principios del siglo XX. Leerle es contemplar un tiempo antiguo que no ha prescrito todavía.