Primera versión en el libro 50 años de geología en la Universidad de Oviedo (Servicio de publicaciones de la Universidad, 2009)

Corre el año 1980. Jimmy Carter preside los Estados Unidos de América y Leonid Brézhnev encabeza el Presidium del Soviet Supremo de la URSS. Los españoles acabamos de recobrar algo perdido hace mucho tiempo; lo llaman democracia pero tal vez es sólo el respeto a nosotros mismos. Adolfo Suárez dirige el gobierno del reino. Los más optimistas acarician la idea de que en unos años nuestro país pueda entrar a formar parte de la Comunidad Económica Europea.

Corre el año 1980. En la Sección de Geológicas de la Facultad de Ciencias de la Universidad de Oviedo, Fernando Bastida y Javier Pulgar leen al fin sus tesis doctorales. Estos trabajos, con su análisis minucioso y matemático de los pliegues de la Zona Asturoccidental-Leonesa, ponen las bases de todos los estudios sobre plegamiento que se han hecho después en Oviedo. El que esto escribe acaba de terminar la licenciatura y ha conseguido una beca para realizar una tesis bajo la dirección de Enrique Martínez García. La beca, que se consigue con un buen expediente, es la puerta para “quedarse en la Facultad”, como entonces se decía. Tesinando desde 1977, no me decidía yo a proponer a los tectónicos de Oviedo que avalaran mi solicitud y afrontaran el peligro de tener que aguantarme el resto de su vida académica. En esas estaba, cuando Andrés Pérez Estaún me interpeló un día: “¿Has pedido ya la beca?”

En 1980, en la Universidad de Oviedo había un solo ordenador de una cierta potencia, un enorme aparato que funcionaba con tarjetas perforadas en el Centro de Cálculo, sito en la Escuela de Minas. Trato de hacer una tesis en Geofísica y trabajo allí con unos pocos bichos raros: mi amigo Luis Seijo y otra gente de Química-Física, algún estudioso de la Inteligencia Artificial… En tan estimulante compañía, hago los primeros intentos de modelizar la anomalía magnética del domo de Lugo.

En esa época doy mis primeras clases de prácticas. Muestras de rocas sobre las mesas del laboratorio de Geología General, en el primer piso, al lado del despacho de Jesús Pello; mapas sencillos con alguna discordancia; Santander, Ornans y Morteau; Valdoré y Luarca. Son los años también de las primeras nóminas; leída la tesina, hay un contrato de Ayudante. Sigo trabajando en Geofísica y los sucesos del 23 de febrero de 1981 me sorprenden en el almacén del sótano, machacando muestras del gabro de Porcía. Pedro Farias, con quien compartía el transporte diario, irrumpe demudado y estentóreo. “Vamos para Gijón. ¡Unos guardias civiles han entrado en el Congreso!”

En el año 1982 tengo al fin un tema de tesis viable. Será un trabajo al viejo estilo, un amplio territorio que cartografiar e interpretar estructuralmente. Mi feudo es el sur de la Cuenca Carbonífera Central. Tras los desarrollos teóricos de las tesis de Pulgar y Bastida, los estudios que se desarrollan ahora en nuestro piso van en la misma línea. Juan Luis Alonso, profesor en León, ya está en el manto del Esla, y Jorge Marquínez se ocupa del área esquistosa de Galicia Central. Enric Ortega trabaja en la unidad Malpica-Tuy, pero esta tesis no llegará a culminarse pues Enric  dejará pronto su plaza de ayudante para irse a trabajar a Minas de Almadén. Mientras tanto, Alberto Marcos y Andrés Pérez Estaún preparan una segunda tesis en el complejo de Cabo Ortegal. Ese mismo año de 1982, dejo mi querido Gijón y me transformo en vecino del barrio de Vallobín en Oviedo. Desde mi apartamento se ve la torre de la Catedral y la Peña Mayor a lo lejos. Recuerdo que en esa época leía La Regenta, un capítulo cada noche. En la Facultad, mi mapa iba creciendo poco a poco.

En 1982 la Sección de Geológicas de la Facultad de Ciencias pasa a ser Facultad de Geología. Alberto Marcos será su primer decano, con Javier Pulgar de vicedecano y Jenaro García Alcalde de secretario. Esta animosa troika echa a andar una institución que cumplió ya sus bodas de plata. Ese mismo año, entra en el edificio el primer ordenador, adquirido por los tectónicos, un rudimentario Appel II con 128 K de RAM y monitor de fósforo, sin disco duro y con dos disqueteras de 3.5. Era sumamente trabajoso desarrollar cualquier aplicación con él, pero todos presentíamos que aquella tecnología iba a ser importante en el futuro. Nos costó en torno a un millón de pesetas.

Segundo piso, ala derecha: departamento de Geomorfología y Geotectónica, enfrente de Ecología. Mariño es el bedel en una mesa a la puerta. Nunca supimos qué impresión producía a un guardia civil jubilado como él ser cancerbero de uno de los mayores nidos de rojos de la universidad. Es ésta una época en que las huelgas convocadas por el movimiento de PNNs paralizan cada poco las clases. Son también los años de la APU (Asociación para el Progreso de la Universidad), y en 1984, Alberto Marcos y Javier Pulgar emprenden un viaje imposible al poder de la institución que fundara el inquisidor Valdés.

Desde octubre de 1982, Felipe González preside el gobierno del reino de España. Las promesas de un cambio han calado al fin en el corazón de los ciudadanos. En el movimiento de PNNs tenemos grandes ideas para el futuro de la universidad. Un contrato laboral reemplazará el obsoleto funcionariado. Pero en 1984 llega el decreto de la idoneidad. Todos los que hayan leído la tesis antes de setiembre de 1983, pueden optar sin oposición a una plaza de Profesor Titular. Los viejos PNNs, curtidos en cien batallas, acuden presurosos a los pechos del estado atado y bien atado.

Tenía previsto leer mi tesis antes del verano de 1984, pero al llegar de un campamento nos espera una noticia extraordinaria. Parece ser que el edificio de la Facultad tiene problemas estructurales y corre peligro de derrumbarse. La reparación exigirá que sea desalojado durante varios meses. Somos instalados provisionalmente en la Facultad de Económicas, en el campus del Cristo. Una estancia con dos pisos unidos por una escalera de caracol se convierte en nuestro nuevo hogar, un lío de armarios y mesas cubiertas de papeles a rebosar. Allí termino mi tesis. Mi texto corregido eran hojas de una longitud inaudita, llenas de remiendos, que iban a parar a la mesa de nuestra eficaz mecanógrafa, Blanca Montes. El ingenio humano había concebido ya los ordenadores personales, pero su uso estaba aún muy restringido. Cortar y pegar en un texto se hacía entonces con tijeras y pegamento.

Con la emoción y el asombro del que recuerda su propia vida, del que contempla su vida cobijada en las metamorfosis de un edificio. Aulas que se transforman en despachos, despachos que se transforman en aulas, también alguna vez. De regreso en la Facultad, recuerdo la novedad con que contemplaba las robustas vigas de acero que formaban la nueva estructura, acoplada a la antigua de hormigón. Hace de aquello más de veinte años. En el departamento remodelado compartí despacho después varios años con Pedro Farias. Fue una época tranquila.