Primera versión en Clarín Nº 42 (2002)

La Ciudad en el Lago

Paseamos por el centro histórico de la Ciudad de México, el agringado Distrito Federal que dicen. Enjambres de escarabajos verdes nos acechan mientras atravesamos las avenidas. Al lado siempre hay una iglesia que los siglos han hundido varios metros en el lodo de la laguna, una hermosa iglesia de fachada barroca labrada en piedra volcánica, toda filigrana; y también un rascacielos de cristal y acero, puro impulso vertical; y palacios que en su día albergaron a orgullosos nobles de la Nueva España; y gentes mestizas hablando un viejo castellano que aúna energía y dulzura: “ahorita mismo, señor”.

A veces se ven ruinas aztecas que asoman entre los edificios de la colonia o del nuevo México. Son viejas pirámides terriblemente desniveladas, y nunca se vio tan clara la metáfora del pasado como un barco a la deriva naufragando. Pero la Historia vive también, y por todas partes nos la gritan los grandes muralistas mexicanos con su arte imaginativo y colorista, revolucionario y colosal.

Nadie medianamente avisado y en su sano juicio hubiera construido una ciudad en el lago de Texcoco, sobre cientos de metros de materiales lodosos, al lado de una falla que interrumpe por el sur el edificio geológico de Norteamérica y corre jalonada de volcanes desde el Pacífico hasta el Atlántico. Pero aquí está, para seguir, la orgullosa capital de los Estados Unidos Mexicanos (otra gringada), con sus veinte millones de almas y sus tres millones de vehículos. A más de dos mil metros de altura  y rodeada de montañas. Polucionada y caótica, desigual e irresistible, azteca, colonial y moderna a la vez. La de las grandes avenidas y los barrios míseros, la que aclamaba al Papa mientras nosotros paseábamos por ella. En lo que fue el islote de Tlatelolco, junto a las pirámides que presenciaron la heroica resistencia de Cuauhtémoc ante Cortés, hay una iglesia dedicada a Santiago que se construyó utilizando la misma piedra volcánica roja de las construcciones aztecas. Y alrededor de todo esto se ven edificios ultramodernos diseñados por Mario Pani siguiendo el esquema de la Unité d’Habitation de Le Corbusier. Luego las viejas piedras se tiñeron de sangre otra vez cuando los estudiantes fueron masacrados. 1521, 1968: la Historia también como un terrible péndulo.

La Torre Latinoamericana no es un rascacielos cualquiera. Construida en 1956 con cimientos diseñados por Leonardo Zeevaert, fue durante bastantes años el edificio más alto de Iberoamérica, y ha resistido ya dos fuertes terremotos (1957 y 1985). Esbelta, proporcionada y sin afeites, esta cuarentona bien conservada, con mucha historia y mucho misterio, no nos perdía ojo en nuestro paseo por la Ciudad de México. ¿Qué quieren que les diga? Me pareció hermosa y sencilla, y además somos del mismo tiempo…

Buscábamos como siempre librerías de viejo y algo de confianza teníamos. Nos dieron vagas esperanzas y nos encaminamos hacia la calle Donceles. Allí ocurrió el prodigio. Hay una zona de la calle donde todos los portales dan acceso a almacenes con altas paredes completamente cubiertas de libros. El solo olor ya era enervante. Hay enormes salas, escaleras, pasadizos, laberintos… Todos ellos tapizados de libros. Con algo de paciencia nos dimos cuenta de que el mundo entero estaba allí. Tratados de ingeniería y poetas malditos, arquitectura y erotismo… En las pocas horas que pude dedicar a la búsqueda, encontré algunos ejemplares que no pienso prestar a nadie. Entre ellos está la primera edición de Ojerosa y pintada de Agustín Yáñez, que cuenta las peripecias de un taxista en la Ciudad de México. Mucho he viajado yo en aquel taxi, y me alegró encontrarlo allí el mismo día que se metamorfoseaba para mí en un enjambre de escarabajos verdes.

Teotihuacán

Abandonamos el universo mágico de iglesias hundidas y pirámides zozobrantes, de escarabajos verdes y monolitos de cristal, para acercarnos a la vieja Teotihuacán, que del siglo IV al VII fue el centro urbano, político y religioso más importante de Mesoamérica. En esta época la ciudad llegó a tener doscientos mil habitantes, y era una de las mayores del mundo. Después de su caída, Teotihuacán siguió siendo un importante centro ceremonial para los toltecas y también para los aztecas a partir del siglo XIV. En realidad fueron estos últimos los que le pusieron el nombre que lleva, que en náhuatl significa ”lugar donde habitan los dioses” o ”lugar donde los hombres se transforman en dioses”. De la gran ciudad, se han recuperado las mayores construcciones, como las pirámides del Sol y la Luna al lado de la Calzada de los Muertos y complejos de templos y palacios, pero la mayor parte está aún bajo tierra. La fatigosa ascensión a la pirámide del Sol es recompensada por una vista imponente sobre los dos kilómetros excavados de la monumental Calzada de los Muertos, que termina al norte en la plaza y la pirámide de la Luna. Otro lugar privilegiado es la Ciudadela, que es el nombre que pusieron los españoles a lo que en realidad era la sede del gobierno de la ciudad. Dentro de este amplio recinto hay un templo decorado con imágenes de los dos dioses teotihuacanos más importantes:  Quetzalcóatl, la serpiente emplumada, el dios creador que integra la dualidad del aire y la tierra, y Tláloc, el dios de la lluvia.

En el camino de vuelta, paramos en el convento agustino de Acolmán, del siglo XVI. De lejos parecía una fortaleza, y en su decoración vimos luego la inspiración indígena buscar su propio camino sobre una base plateresca y renacentista. Estábamos aterrizando todavía, pero ya se nos presentaba claramente México como una superposición de mundos: pirámides al lado de iglesias, dioses exóticos compitiendo con capillas, nuestro universo más familiar enriquecido por una historia insólita y un paisaje extraño de una belleza fascinante.

Carreteras del Altiplano

Salimos de la Ciudad de México hacia Oaxaca cruzando el Altiplano. Andamos primero sobre terreno volcánico por sierras con bosques de coníferas y vemos a lo lejos el Popocatépetl (el cerro que humea) y el Iztaccíhuatl (la mujer dormida). Más tarde, a nuestra lista de volcanes contemplados podemos añadir la Malinche (muy cerca de Puebla) y el Pico de Orizaba, el más alto y tal vez el más impresionante de todos con sus 5610 metros de altura. Son las culminaciones del gran eje volcánico este-oeste que comentábamos antes. En esta zona el terreno es montañoso y bastante seco, aunque hay campos de maíz. Se ven frecuentes cactus, sobre todo candelabros y nopales, agaves e izotes, y también  sauces y sabinos, que aquí llaman ahuehuetes. Estos árboles alcanzan un cierto porte y resisten solitarios el calor tropical con sus copas desflecadas, como mojones solitarios de la tierra del altiplano, saludados a veces a lo lejos por un pueblecito en el que destacan las torres y la cúpula de una iglesia barroca.

Nos desviamos luego hacia el sur y atravesamos sierras calcáreas con una pobre vegetación de arbustos, cactus e izotes. La tierra de México, leída y soñada, contemplada sólo en el retrato incierto de los mapas, va tomando forma en esta primera travesía, y lo saludamos todo con la alegría del que vuelve a casa. Al atardecer llegamos a Oaxaca.

Fantasmas y calles de la Nueva España

O calles de la vieja España más bien. Las recorrimos en Oaxaca, en San Cristóbal de las Casas, en Campeche… Hay iglesias coloniales en las que se respira aún la vieja devoción que retrató Agustín Yáñez en Al filo del agua; y plazas llenas de árboles y con estatua de algún prócer bigotudo, que no conocen la maldición ibérica del cemento; y palacios de una nobleza añeja y marchita. Y sobre todo hay calles, una cuadriculada red de ellas entre edificios no muy altos, de alegre color y con rejas en las ventanas, buenas para callejear y perderse, para explorar en busca de otra iglesia o una placita desconocida, acogedora y tierna.

Estas viejas calles donde se respira aún el aire y se vende el soconusco de la colonia son intercambiables muchas veces. Sin embargo, los fantasmas que habitan en ellas tienen extrañas querencias. En La Puebla de los Ángeles, el del poeta sevillano Gutierre de Cetina no abandonaba la Iglesia de Santo Domingo, en cuyo atrio lo mataron. Arrastrando una cadena pedía perdón por sus pecados en la capilla del Rosario, aunque nos pareció que más que penar, revivía en el barroco prodigioso de la decoración los extravíos de sus versos. El del obispo Juan de Palafox y Mendoza vigilaba celoso la enorme biblioteca que él comenzó a crear, cuarenta mil alineados tomos en pergamino que dibujan la imagen del Paraíso.

Al fantasma de Justo Sierra lo perseguimos en vano mucho tiempo por sus tierras yucatecas. En la populosa Mérida, dorada de henequén, no apareció por los Campos Elíseos provincianos y adorables donde está su monumento. Lo vimos al fin en Campeche, la que se asoma amurallada y tímida al desolado azul del Golfo de México. Vigilaba junto a la Puerta de Mar la casa de una niña hermosa y dulce, buscando argumentos para nuevos folletines que dejaran sencilla la trama de La hija del judío. Historiografía, política y jurisprudencia eran para él estériles fantasmas del pasado.

En Oaxaca nos llamó la atención un niño indio y pobre que llegaba cada madrugada a las clases del seminario de Santa Cruz. Vivía con su hermana, la sirvienta de D. Antonio Maza, trabajaba con un encuadernador y aprendía español en sus ratos libres. En la libreta vimos su nombre en tosca caligrafía: Benito Juárez. El espectro del gran hombre se demoraba en su alma más tierna, en la edad más feliz cuando era sólo un arrapiezo que soñaba con saber para ayudar a su pueblo.

El universo maya

Un universo extraño, cargado de imágenes insólitas, de paradojas. No usaban la rueda, pero sí conocían la utilidad del cero y calcularon con precisión la revolución sinódica de Venus, la estrella avispa. Las grandes construcciones y el arte de la época clásica permiten una aproximación privilegiada, pero hay otras vías que nos acercan al universo maya. Tenemos que recordar que los mayas siguen vivos en las mismas tierras que ocuparon sus antepasados, y que su religiosidad, su lengua y su mentalidad siguen siendo en gran parte las de los constructores de los grandes centros ceremoniales. Aquí hay otra vía abierta, aunque, por desgracia, poco se puede avanzar por ella en un viaje tan breve como el nuestro. Un día, sin embargo, sí que tuvimos ocasión de acercarnos a la religiosidad de los actuales mayas, sobre el papel católicos, apostólicos y romanos.

Un prólogo sorprendente

San Juan Chamula y Zinancantán, son dos pueblos de los altos de Chiapas, próximos a San Cristóbal de las Casas. En ellos, entre montañas boscosas, campos de maíz e invernaderos donde cultivan flores, viven indios mayas tzotziles conjugando antiguas tradiciones con los estándares de la modernidad. Entrando en el pueblo, nuestro guía nos hablaba del misterioso poder de las autoridades tradicionales y de lo peligroso que podía resultar hacer fotografías. Nos fijamos después en las vestimentas multicolores y el carácter reservado de la gente. Todo prefiguraba un ambiente humano peculiar, pero la gran impresión se produjo cuando entramos en la iglesia de San Juan Bautista. Uno ha visitado variedad de sinagogas, pagodas y mezquitas, templos e iglesias de creencias variadas, pero creo poder decir que nunca había tenido una impresión tan profunda de penetrar en un universo religioso ajeno, como al entrar en esta iglesia católica.

Lo primero que sorprende al entrar en la iglesia de San Juan Bautista es la ausencia de bancos o reclinatorios. La gran nave única aparece desnuda, y sobre el suelo cubierto de hojas de pino brillan por todas partes pequeñas velas. Tenemos que andar con cuidado para no pisarlas. Aquí y acullá grupos de indios sentados en el suelo rezan, salmodian o permanecen sencillamente extáticos. Hay muchas madres con sus hijos. En un grupo, una curandera dibuja en el aire figuras misteriosas alrededor de un niño. Caen colgaduras del techo de la iglesia y en las paredes hay hojas de palma. Debajo de ellas, por todas partes, imágenes de santos. Sus nombres son conocidos, pero están adornados con cintas de colores, y de sus cuellos cuelgan espejos. Los crucifijos tienen siempre una decoración vegetal que los identifica con la ceiba sagrada de los viejos mayas. Nos dicen que no es raro ver sacrificios de animales, o consumo ritual de (¡Dios nos asista!) Coca Cola.

No se nos escapa el sentido de lo que vemos, una magia que unas veces es misteriosa y otras, por primitiva, consigue sólo ser cómica. Estamos como siempre ante seres humanos que en busca de ayuda para sus pequeños o grandes problemas dan forma a un padre que les proteja. Los espejos que comunican con el espacio mágico del otro lado donde el santo nos contempla, la Coca Cola que permite eructar los malos espíritus o las hojas de palma que protegen contra los rayos,  son sólo una forma demasiado tosca tal vez del viejo edificio que trata de dar respuesta al espanto de la angustia y la enfermedad. Esta nítida percepción del desamparo humano es la gran congoja que nos deja en el corazón esta iglesia insólita.

En un momento, dos indios de un grupo lejano empiezan una lenta salmodia. Repiten la breve melodía de una forma obsesiva. Siguen durante minutos y minutos, y el espíritu de su lamento impregna el ambiente, el culebreo de los cientos de velas, las miradas impasibles de los santos de madera y los hombres de maíz.

Los siglos gloriosos

Fundamentalmente durante el primer milenio de nuestra era, florecieron en el área maya, desde el sur de México hasta Honduras, un gran número de ciudades que crearon una civilización original, comerciaron intensamente con las regiones vecinas y levantaron impresionantes edificios. La singularidad de esta cultura es evidente por ejemplo en su escritura, un laberinto de signos extraños con apariencia de ideogramas, pero que esconden en realidad una notación silábica. Sus dioses, por otra parte, son complejos simbólicos en los que se integran animales, fenómenos naturales, personajes míticos y espíritus de los antepasados. De todas formas, lo más característico tal vez de esta cultura es su obsesión por el tiempo. No es extraño que en una región donde las labores agrarias deben ceñirse escrupulosamente a la distribución de las lluvias, la gente se interese por los cambios en el cielo nocturno que marcan los ciclos anuales, pero lo que ocurrió con los mayas fue más allá de todo lo razonable. La observación del cielo les hizo profundamente conscientes de una realidad que les maravillaba, y en ella quisieron ver la panacea para explicar todo lo que necesitaba explicación. Entender los cambios del cielo significaba para ellos la posibilidad de predecir y controlar la Historia, porque es en el cielo donde es visible la actividad de las fuerzas o dioses que rigen el cosmos. ¿Dónde había de serlo si no? Hay aquí una apasionada búsqueda intelectual que se entreteje con la estructuración de la sociedad maya. La sucesión de acontecimientos es imaginable. Una minoría de sacerdotes estudia los astros y desarrolla un calendario que les permite dirigir con éxito las labores agrarias. Posteriormente, este conocimiento objetivo permite a estos sacerdotes elaborar un sistema simbólico que determina un orden cósmico global y una jerarquía social. La historia es vieja como el mundo.

La cultura maya declina luego y sufre influencias de culturas vecinas. Se ha hablado de invasiones y catástrofes ecológicas, pero lo que se sabe a ciencia cierta es que a partir del siglo X la mayor parte de los centros ceremoniales son abandonados. Pasan los siglos, y el golpe definitivo viene de unos hombres de piel blanca venidos del otro lado del mar que saben algo más de pólvora y metales, de navíos y batallas. Y al final queda sólo la piedra desnuda compitiendo con el verde lujuriante de la selva, la piedra más durable que la ambición, cargada con todos los sueños de los hombres, la orgullosa pirámide y la estela labrada como restos de un naufragio, reliquias de un delirio más producido por la atmósfera asfixiante de la selva.

Se pueden captar imágenes asombrosas entre los restos de este naufragio, insólitos mensajes de piedra que emergen del delirio del trópico. En Yucatán está Chichén Itzá, la ciudad del gran juego de pelota donde un relieve representa la decapitación ritual de un jugador; de su cuello cercenado surge un surtidor de serpientes. Y también Uxmal, con su creación de espacios arquitectónicos asombrosamente moderna, y los grandes mascarones que representan a Chaac, el narigudo dios de la lluvia. En Chiapas está Toniná, una montaña transformada en pirámide, con un laberinto que simboliza el inframundo, palacios escalonados y relieves donde la decapitación ritual de los prisioneros se convierte en un ritual cósmico. Y Palenque, con su agradable geografía urbana de pirámides y palacios. En el Templo de las Inscripciones, un pasadizo angosto desciende a la tumba de K’inich Janaab Pakal, señor de Palenque, un poema en piedra que nos enseña cómo la vida del soberano renace y es eterna. Vimos por todas partes un gran esfuerzo de propaganda, una exaltación del poder real, centrado muchas veces en sus aspectos más terroríficos. Muy pocas veces es inocente el arte, y desde luego aquí no lo era.

Epílogo en el Paraíso

Llegamos a Cancún con el tiempo justo para disfrutar un poco del paraíso terrenal antes del regreso, dos días tranquilos sin pirámides que subir, puro dejarse llevar en una playa infinita por la esmeralda bulliciosa del Caribe. Quedaba atrás un sueño extraño de prisioneros decapitados e indios seducidos a su manera por el irresistible encanto de la Coca Cola, nuestro cronometrado acercamiento estival al universo maya. No obstante, algo de realidad también nos llevábamos sin duda, y tal vez la imagen más conmovedora de esa realidad son las madres indias que vimos por doquier haciendo todo tipo de trabajos con sus niños enfardelados a la espalda. Nos chocaba, y seguimos pensando que una baja por maternidad es algo infinitamente superior, pero no podemos olvidar los rostros felices de los niños (los vimos muy pequeños y nunca ninguno llorando) que nos miraban sonrientes como un duplicado rejuvenecido del rostro de sus madres.

Esa es la realidad que vimos, la realidad de unas sufridas gentes que hace pocos siglos pasaron de una pesadilla de reyes belicosos y sacerdotes matarifes al dominio de la Corona (de espinas) de España, para terminar hoy mismo con su destino en manos de multinacionales fruteras y oligarquías más o menos criollas. Es inevitable pensar lo que la humanidad se pierde con esta manía insensata de no dejar aflorar lo mejor que lleva dentro el universo maya.