Primera versión en Alasbarricadas.org el 9 de junio de 2014

En Madrid rojo y negro, reseñado recientemente, Eduardo de Guzmán nos describe su visión en 1938 de los comienzos de la guerra civil en Madrid. Posteriormente volvería sobre el tema en un libro publicado en los años 70, concretamente en La muerte de la esperanza (G. del Toro, 1973; El Garaje, 2006), el primer volumen de la trilogía que dedicó a la guerra civil y la inmediata postguerra. Esta obra se divide en dos partes en las que nos narra sus experiencias durante los días iniciales (“Nuestro día más largo”) y finales (“El puerto de Alicante”) de la contienda. Contrapone así la lucha enconada y sangrienta, pero llena de optimismo también, que consiguió aplastar la sublevación en Madrid y las penosas escenas del puerto de Alicante, cuando una gran cantidad de republicanos fueron hechos prisioneros al fallar los barcos que iban a realizar su evacuación. Escogiendo estos dos momentos, Eduardo de Guzmán nos retrata justo el principio y el final de la lenta y dolorosa “muerte de la esperanza” que significó la guerra para los partidarios del bando leal.

Tarde y noche del viernes 17 de julio

“Nuestro día más largo” arranca con una conversación entre periodistas de ideologías diversas en el bar del Congreso de Diputados en la tarde del 17 de julio de 1936. Indalecio Prieto, que aparece por allí, les trae la noticia de que ha comenzado la sublevación en Melilla. Guzmán, reportero de La Libertad, es encargado por su periódico de sondear las impresiones de la CNT y acude a entrevistarse con Eduardo Val, secretario del Comité de Defensa de los libertarios en Madrid. Isabelo Romero, miembro del mismo comité, le pone de manifiesto la política suicida del gobierno negándose a atajar el alzamiento, y comenta no obstante que la CNT, con más de un millón de afiliados y casi otro de simpatizantes, conoce bien la situación en los cuarteles, vigila y está preparada para actuar, sabiendo que no puede esperar nada de un gobierno que teme más a la revolución que al fascismo.

Ya de noche, Guzmán va a la redacción de La Libertad. Todos discuten allí la situación acaloradamente, aunque nada pasa a las rotativas porque la censura impide mencionar lo que ocurre en Marruecos. Republicanos y socialistas moderados defienden al gobierno y se declaran convencidos de la fidelidad de la mayor parte del ejército. Sólo los más lúcidos, como el poeta Luis de Tapia, no se dejan engañar y ven venir el desastre. Ya de madrugada, Guzmán recorre con Eduardo Haro, subdirector de La Libertad (y padre de Eduardo Haro Tecglen), el centro de Madrid. Este muestra el ambiente de cualquier otro día, aunque el que amanece está destinado a quedar en la historia universal de la infamia y también en la de la lucha por la emancipación humana.

Sábado 18 de julio

En la mañana del sábado 18 comienzan a llegar noticias alarmantes de gran parte de España y la radio admite por fin la sublevación en Marruecos. A mediodía, el ministro de Gobernación Juan Moles no acude a su cita diaria con los periodistas y en su lugar el subsecretario Ossorio Tafall, les describe una situación que nadie cree, manifestándose por ejemplo completamente seguro de la fidelidad del general Emilio Mola a la república. En las horas siguientes llegan más noticias terribles de Navarra, Cádiz, Málaga o Córdoba y el gobierno sigue negando cualquier problema serio.

A primera hora de la tarde, se sabe que en Sevilla Queipo de Llano encabeza el golpe. En ese momento sorprende enormemente un comunicado de las ejecutivas del PSOE (controlada por Prieto) y el PCE, en el que suicidamente se ponen a disposición de un gobierno en el que tienen “plena confianza”. De la prensa vespertina, sólo Claridad, órgano de los socialistas caballeristas llama a la lucha y exige que el pueblo sea armado. A las seis, la puerta del Sol está llena de obreros venidos de las barriadas de Madrid que reclaman fusiles. Se sabe que en el consejo de ministros de la tarde, al que asistieron Diego Martínez Barrio, Indalecio Prieto y Francisco Largo Caballero, este último pedía desesperadamente armas para contener la sublevación y todos se pusieron en su contra.

Son las ocho de la tarde. En la sede de la CNT en la calle de la Luna también se concentran obreros que piden armas. La otra obsesión de los libertarios en estos momentos son los presos. Téngase en cuenta que como resultado de la huelga de la construcción, líderes como David Antona, Cipriano Mera o Teodoro Mora están en prisión. Concluye el día en Madrid con noticias cada vez más negras que llegan de toda España, un pueblo movilizado que trata de conseguir armas y un gobierno cuya sola actividad es colaborar objetivamente con los golpistas impidiendo que el proletariado se arme y amordazando a la prensa con una férrea censura.

Domingo 19 de julio

Esa noche, Guzmán viaja con Isabelo Romero, que reparte fusiles en los barrios. De los cuarteles están saliendo armas. Toda la clase obrera está unida y colabora, y con ella los guardias de asalto y algunos militares. La Guardia Civil, acuartelada, espera órdenes del gobierno. El recorrido nocturno por Madrid muestra una ciudad alerta y preparada para la batalla, aunque con escaso armamento. A las tres de la madrugada, de regreso en la redacción de La Libertad, Guzmán comprende que es inútil escribir nada porque la dirección del periódico acata la censura impuesta.

Pasadas las cinco de la madrugada, Diego Martínez Barrio anuncia a la prensa su nuevo gobierno, una pandilla que no representa a nadie. Los militantes de Izquierda Republicana rompen sus carnets asqueados ante Marcelino Domingo, que ha acudido a la sede del partido a dar explicaciones. A las seis, Martínez Barrio dimite tras demostrarse la imposibilidad de un entendimiento con los sublevados, y en poco tiempo se sabe que José Giral formará gobierno. Ya de mañana, Guzmán va con otros periodistas a entrevistar a Sebastián Pozas, que era Inspector General de la Guardia Civil y es el nuevo ministro de Gobernación. Les concede unos minutos y les describe la situación, extremadamente grave, pero con perspectivas favorables, según él.

Todos están pendientes de lo que ocurre en Barcelona, donde la batalla se está desarrollando aún. A Madrid acaba de llegar un tren con mineros asturianos que son recibidos con júbilo en la puerta del Sol. Se ha conseguido ya de Pozas la liberación de los presos anarquistas: Antona, Mera, Mora y muchos más se suman a la lucha. Guzmán habla con Antona, que se muestra optimista pues cree en la fuerza combativa de un proletariado plenamente consciente del significado del momento. De Barcelona hay buenas noticias: parece que la sedición está a punto de ser aplastada; a primeras horas de la tarde se sabe que la Guardia Civil ha luchado allí contra los fascistas. ¿Qué hace en Madrid? Espera acuartelada. Es difícil predecir nada.

Llegan rumores de que el cuartel de la Montaña se ha sublevado y allí va Guzmán con otros periodistas. La situación es tensa y ha habido una escaramuza con algunos muertos, pero el asalto no ha comenzado. Recorren los alrededores del cuartel por donde su propia seguridad lo permite y hablan con los milicianos, apoyados por guardias de asalto, que vigilan. Hay cruces de disparos. Llegan entonces informaciones de que en Oviedo Aranda se ha sumado al alzamiento. Tras lo de Cabanellas y Queipo, nadie se sorprende. Es ya noche cerrada. En el café de Levante Guzmán se queda adormilado y lo despierta el júbilo con que se acoge la noticia que la radio acaba de dar. Goded ha caído prisionero en Barcelona y en una alocución pide a los sublevados que dejen las armas.

Lunes 20 de julio

Al amanecer el 20 de julio, Madrid es un campo de batalla.  Los trabajadores acuden a los lugares de lucha siguiendo el llamamiento de los sindicatos; se han convertido en milicianos. El primer centro de atención en estas horas es el cuartel de la Montaña, donde los sublevados disparan sobre el pueblo. UGT y CNT han olvidado las diferencias. Todos corean UHP. Se ven algunos tricornios entre los sitiadores, pero los enterados comentan que  el grueso de la Guardia Civil de Madrid permanece acuartelada e indecisa. Tras una última embajada para negociar la rendición y rechazada esta, el fuego se reanuda. Apoyan el asedio tres cañones (uno del 15 y dos del 7,5) y aparecen también aviones que bombardean. Los confederales, sabedores de ser siempre poco favorecidos en los repartos de armas desde el poder, se aprestan al asalto para ser los primeros en la brecha.

Numerosos periodistas fotografían y entrevistan a los que luchan. Son las doce del mediodía cuando los primeros atacantes penetran en el edificio. La resistencia es encarnizada pero termina cediendo y se producen ejecuciones a las que ponen fin los propios asaltantes. La obsesión de los confederales es conseguir armas que llevar a la calle de la Luna y los ateneos de los barrios. Se obtienen siete ametralladoras y ochocientos fusiles que son usados inmediatamente en los combates que siguen en Campamento y contra los francotiradores.

Se forma una columna bajo el mando de Isabelo Romero y parte para Getafe donde la situación es confusa. Guzmán les acompaña. Se logra que los militares indecisos se unan y todos van a Leganés para atacar desde allí a los sublevados de Campamento. La lucha está acabando cuando llegan a las 2:30. Ha sido una batalla heroica en la que ciudadanos antifascistas de varios partidos y sindicatos al mando del coronel Mangada han aprendido con sangre las tácticas del asalto a una posición y la han conquistado al fin. Entre ellos estaba Ángel de Guzmán, hermano del autor, que morirá dentro de tres meses en el Alberche.

Las luchas callejeras contra elementos fascistas se suceden toda la tarde encarnizadamente. La fisonomía de la ciudad ha cambiado. Patrullas de milicianos piden la documentación en unas calles donde corbatas y chaquetas se hacen extrañas y comienzan a abundar los monos proletarios. Apenas circulan tranvías; la gente prefiere el metro. En los bares y hoteles no se cobra. En Teléfonos, Guzmán habla con otros periodistas y juntos repasan las noticias que perfilan cómo la piel de toro ha quedado dividida en dos tras estas horas enloquecidas. No obstante, falta información de varias zonas y en otras las perspectivas son confusas.

Piensan algunos que, aplastada la sublevación en Madrid y Barcelona, la situación se presenta favorable para la república, pero otros lo discuten. Cánovas Cervantes, director de La Tierra, profetiza una guerra larga y cruenta. Llega entonces la noticia inesperada de la muerte del general Sanjurjo en un accidente aéreo en Estoril. En la redacción de La Libertad, pocos creen que el escenario creado pueda acabar en una guerra civil y entre ellos está Eduardo de Guzmán. Las previsiones de un apoyo sin fisuras al gobierno legítimo desde Francia e Inglaterra que algunos apuntan se revelarán pronto demasiado optimistas.

Se da en estos momentos la circunstancia extraña de que la información más precisa de lo que ocurre en el país y los recursos militares para intervenir y atajar las amenazas no están en manos del gobierno, sino de los partidos y organizaciones obreras. Guzmán acude a la calle de la Luna, donde la actividad es frenética. Sabe allí que la situación en la Sierra está controlada, pero Alcalá, Guadalajara y Toledo suponen peligros inminentes. Para estos lugares partirán en seguida columnas de automóviles y camiones llenos de hombres armados. Con su lucha, consolidarán las comunicaciones de Madrid con Levante y Andalucía oriental, donde la sublevación ha fracasado, y quedarán definidos los contornos de las dos mitades de España que disputarán la guerra que comienza.

La crónica de aquellos días de julio que Eduardo de Guzmán nos regala en “Nuestro día más largo” queda muy distante en el tiempo y en el ánimo del relato que él mismo había realizado en 1938 en Madrid rojo y negro. Ceñida y estrictamente autobiográfica, por su moderación y su renuncia a cualquier desvelo partidista nos permite vivir el ambiente febril de aquellas horas con una perfecta sensación de realidad. Resulta, además, esclarecedora para plantear ante el tribunal de la Historia la terrible responsabilidad de unos dirigentes republicanos que en un momento crítico dejaron vía libre a los militares fascistas negándose a armar los millones de brazos proletarios que podían haberlos detenido.