Primera versión en Rebelión el 6 de mayo de 2008

Quien quiera acercarse a la apasionante trayectoria vital de Víctor Serge dispone en estos momentos, aparte de la gran cantidad de textos suyos que son accesibles en la red en el portal de la Marxists’ Internet Archive, que incluye también obras en castellano, de la edición de sus memorias publicada por Siglo XXI en 2002 con el título: Memorias de mundos desaparecidos (1901-1941) (Trad. de Tomás Segovia). Es éste un libro imprescindible para cualquiera interesado en la historia de la Unión Soviética y en los eventos revolucionarios de esa época en Europa. La crónica que Víctor Serge nos presenta aquí es la de un actor destacado de muchos de estos episodios, pero resulta valiosa sobre todo como testimonio de una conciencia crítica que es capaz de enjuiciar el origen, el significado y las consecuencias de los errores cometidos en cada momento por los conductores de estos procesos. Víctor Serge, que colaboró activamente con los bolcheviques, evidencia en este libro una independencia de criterio que hace su testimonio inestimable.

Debe reconocerse, sin embargo, que esta independencia de criterio de Víctor Serge cristaliza también en una serie de militancias diversas y contradictorias a lo largo de su biografía que no puede dejar de sorprendernos. Comprometido en cuerpo y alma con la revolución durante toda su vida adulta, que abarca casi completa la primera mitad del siglo XX, el hecho de que en fases sucesivas se le pueda considerar socialista, anarquista, bolchevique y trotskista, y que su pensamiento político culmine en una etapa en la que aboga por un socialismo profundamente humanista y democrático, parece implicar una extraña deriva ideológica y es fácil que desconcierte a alguien amante en exceso de las etiquetas. Sin embargo, una observación atenta de estos cambios muestra que la multiplicidad de rostros oculta en realidad la trayectoria no exenta de coherencia de un eterno desengañado de las limitaciones y errores de los movimientos revolucionarios y un crítico implacable de las distintas estructuras opresivas que le tocó sufrir. Su obra literaria, que tanto ayuda a explicar los avatares de su vida de lucha, está penosamente olvidada hoy en el mercado hispano, aunque vuelve a la actualidad estos días con la versión de El caso Tuláyev que acaba de publicar Alfaguara en una traducción de David Huerta y con introducción de Susan Sontag. Es ésta una de sus novelas fundamentales y hemos de esperar que su reaparición atraiga la atención hacia un hombre y una obra que ciertamente la merecen.

Víctor Serge nace en 1890 en Bruselas con el nombre de Víctor Lvóvich Kibálchich en una familia de exiliados antizaristas entre cuyos antepasados se encuentran importantes personajes del movimiento de los narodniks, que luchaba por la emancipación de los campesinos, e incluso uno de los responsables de la ejecución de Alejandro II en 1881. Sus memorias arrancan con esta confesión: “Aun desde antes de salir de la infancia, me parece que tuve muy claro este doble sentimiento que habría de dominarme durante toda la primera parte de mi vida: el de vivir en un mundo sin evasión posible donde el único remedio era luchar por una evasión imposible. Sentía una aversión mezclada de rabia e indignación hacia los hombres a los que veía instalarse en él cómodamente. ¿Cómo podían ignorar su cautiverio, cómo podían ignorar su iniquidad? Esto provenía, ahora lo veo, de mi formación de hijo de emigrados revolucionarios arrojados a las grandes ciudades de Occidente por los primeros huracanes de las Rusias.” Poco después, recuerda: “Yo nací por azar en Bruselas, por los caminos del mundo, pues mis padres, en busca del pan cotidiano y de las buenas bibliotecas, viajaban entre Londres -British Museum-, París, Suiza y Bélgica. Había siempre en las paredes, en nuestros pequeños alojamientos azarosos, retratos de ahorcados.”

Su actividad política comienza en 1905 en el Partido Socialista de Bélgica, formación que pronto abandona para colaborar con grupos libertarios y escribir artículos en publicaciones de esta tendencia. Expulsado de Bélgica, se establece en Francia, donde su relación no demasiado clara con la banda de Bonnot y su violencia anarquista lo lleva a la cárcel en 1912. Sobre las luchas de esta época afirma: “Entre las vastas síntesis de Pierre Kropotkin y Élisée Reclus y la exasperación de Alberto Libertad, la decadencia del anarquismo en la jungla capitalista era evidente. Kropotkin se había formado en una época muy diferente, menos estable, donde el ideal de libertad parecía tener un porvenir, donde se creía  en la revolución y en la educación. Reclus había combatido por la Comuna; tanta fuerza generosa vencida lo había llenado de confianza para el resto de su vida; creía en el poder renovador de la ciencia. En vísperas de la guerra europea, la ciencia ya no trabajaba sino para acrecentar las posibilidades de desarrollo de un orden tradicionalmente bárbaro. Se sentía acercarse una era de violencia. Nadie escapará a ella.” En el penal, una pequeña biblioteca formada por otro recluso es su salvación: “Desde el momento en que podíamos aprender y pensar, podíamos vivir, y valía la pena vivir. La lenta tortura se mellaba contra nosotros, contra mí. Me sentí seguro de vencer a la trituradora.” Permanece encarcelado durante la Gran Guerra en una isla del Sena y un día el frente se aproxima a la prisión: “París parecía perdido. Nos enteramos de que la cárcel no sería evacuada (…) Nos encontraríamos, encerrados en aquella jaula, en un campo de batalla. Carceleros y presidiarios enfermaron de miedo. Yo, no. Por el contrario, experimentaba una alegría exaltada al pensar que los cañones destruirían la absurda trituradora, aunque fuese sepultándonos bajo sus escombros.” Después la  ofensiva remite y todo sigue igual.

Cuando es excarcelado en 1917, viaja a Barcelona, donde aparece en Tierra y Libertad el primer artículo firmado por Víctor Serge, y colabora con Salvador Seguí (El noi del sucre) en los intentos revolucionarios de ese año. No obstante, lo que está sucediendo en esos momentos en Rusia le hace anhelar esa lejana patria que nunca ha visitado, y regresa a Francia, donde realiza gestiones para conseguir viajar a la Unión Soviética. Es internado entonces en un campo de concentración, y al fin un intercambio con varios franceses y británicos detenidos por los bolcheviques lo lleva en el invierno de 1919 a Petrogrado, donde la situación es crítica: “De tres millones de habitantes, aproximadamente, la población acababa de descender en un año a unas setecientas mil almas en pena. Recibíamos en un centro de acogida mínimas raciones de pan negro y de pescado seco. Ninguno de nosotros había conocido nunca antes tan terrible comida.” Visita a Maksim Gorki, que tenía sentimientos contradictorios para los bolcheviques “ebrios de autoridad, que recomenzaban un despotismo sangriento, pero eran los únicos en el caos, con algunos hombres incorruptibles a la cabeza” y habla con mencheviques, anarquistas y bolcheviques. Tras sopesar la situación, sin abdicar de sus ideas decide colaborar con éstos últimos, “porque cumplían tenazmente, sin desaliento, con un ardor magnífico, con una pasión reflexiva, la necesidad misma; porque eran los únicos que la cumplían echándose encima todas las responsabilidades (…). Se equivocaban sin duda en varios puntos esenciales: en su intolerancia, en su fe en la estatización, en su inclinación hacia la centralización y las medidas administrativas. Pero si había que combatirlos con libertad de espíritu y espíritu de libertad, era con ellos, entre ellos. Por otra parte, era posible que esos males fueran impuestos por la guerra civil, el bloqueo, el hambre y que, si lográbamos sobrevivir, la curación llegase por sí sola.”

Tras esta conflictiva decisión, Víctor Serge trabaja tenazmente para el poder soviético: “Fui colaborador de La comuna del Norte, órgano del Soviet de Petrogrado, instructor de los clubes de la Instrucción Pública, instructor-organizador de las escuelas del II ramo, encargado de cursos en la milicia de Petrogrado, etc.” Aunque aún no está afiliado al partido, Zinóviev le ofrece organizar los servicios de la III Internacional en Moscú. Poco después, Serge manifiesta un distanciamiento progresivo de las políticas oficiales, cuyo carácter autoritario no declina con el final de la guerra civil. Esta crítica se manifiesta, por ejemplo, en 1921 ante la represión de los marineros de Kronstadt. Ese mismo año, toma la decisión de viajar a Berlín: “Los errores que veía acumularse sin poder hacer nada contra ellos me atormentaban. Sacaba la conclusión de que la Revolución rusa, entregada a sí misma, estaría probablemente perdida, de una manera o de otra (…); que los rusos, habiendo realizado esfuerzos sobrehumanos para fundar una sociedad nueva, estaban en una palabra agotados; que el remozamiento y la salvación debían venir de Occidente. En lo sucesivo, habría que luchar para formar en Occidente un movimiento obrero capaz de sostener a los rusos y, algún día de sustituirlos. Decidí partir para Europa central, que parecía ser el foco de los próximos acontecimientos.”

“Se respiraba, en aquella Alemania después de Versalles, bajo el presidente social-demócrata Ebert, y la más democrática de las constituciones, el aire de un mundo agonizante.” En Berlín, Serge trabaja con nombres ficticios como agente de la Internacional Comunista y escribe artículos que lo suponen en Kíev. Poco después, el fracaso de los intentos revolucionarios de esos años le empuja de regreso a Rusia en 1926: “La Internacional presenta todavía una imponente fachada, tiene centenares de millares de afiliados que creen en ella con toda su alma; yo la veo pudrirse por dentro. Y veo que no puede ser salvada sino en Rusia, por una renovación del partido. Hay que regresar.” En Moscú encuentra un ambiente “apacible y tristemente opresor”, con el capitalismo de la NEP creando riqueza y miseria al mismo tiempo: “La fea marca del dinero ha reaparecido sobre todas las cosas.” Tras la muerte de Lenin, la lucha por el poder se desencadena y Serge se alinea con la oposición de izquierdas nucleada en torno a Trotsky. En enero de 1928 conversa por última vez con él, que se despide con estas palabras, rubricadas por un fuerte abrazo: “Hemos emprendido una lucha a fondo que puede durar años y exigir muchos sacrificios. Yo parto hacia Asia central, trate de partir hacia Europa… ¡Buena suerte!” Es este mismo año cuando tras una oclusión intestinal que está a punto de llevarlo a la tumba toma la decisión de retomar el oficio de escritor que había abandonado al entrar en la Revolución rusa. Es el impulso de crear algo válido y duradero, a través de las experiencias acumuladas, que puede ser útil para otros seres humanos. Sus novelas y ensayos se publican en París, pero son rechazados en la Unión Soviética.

La deriva totalitaria del régimen le hace temer un final violento y en 1933 hace llegar a París un documento en el que denuncia la feroz represión que se ha desencadenado en la Unión Soviética, y que culmina con la reivindicación de tres valores que considera imprescindibles en cualquier proceso revolucionario: los derechos humanos, la defensa de la verdad y la defensa del pensamiento. Ese mismo año es arrestado y deportado a Orenburgo, al sur de los Urales. En sus memorias comenta las noticias que hasta allí le llegan de las luchas de octubre del 34 en Asturias. Tras una campaña internacional en su favor, en 1936 se le permite abandonar la Unión Soviética y se establece en Francia, aunque al poco tiempo, con la ocupación nazi, emigra a América, donde se le concede asilo político en el México de Lázaro Cárdenas. En el D. F. fallece en 1947 de un ataque cardiaco tras unos años de frenética actividad literaria amargados por el acoso de los agentes de Stalin.

La obra de Víctor Serge, escrita en francés, comprende siete novelas, cuentos, diarios, memorias y una gran cantidad de textos políticos, y contiene datos y observaciones de gran valor para entender la historia de la primera mitad del siglo XX. Toda ella está dominada por un impulso que esquiva el triste destino acomodado y dócil que el poder trata siempre de imponer al intelectual, pues como reconoce al final de sus memorias: “He comprobado que el escritor no puede existir, en las sociedades modernas en descomposición, sino adaptándose a intereses que limitan forzosamente sus horizontes y mutilan su sinceridad.” De esta obra, injustamente olvidada, la recuperación de El caso Tuláyev, redactada entre 1940 y 1942, y considerada uno de sus más sólidos trabajos narrativos, resulta sin duda un acontecimiento importante. Esta novela describe la represión estalinista y proporciona un genial retrato psicológico de sus protagonistas, víctimas y verdugos, pero más allá de esto, resulta también, y sobre todo, la  reivindicación de un extraño concepto que todos los regímenes políticos parecen tener un enorme interés en despreciar y que en esta época de confusión postmoderna apenas nos atrevemos a nombrar, nada menos que la vieja “verdad”, afortunadamente siempre poderosa para surgir de las cenizas a que casi todos quieren reducirla.

Lo que se nos describe en la novela es un caso extremo de esa manipulación tan grata al poder político. El asesinato en una fría noche moscovita del camarada Tuláyev, un alto funcionario del partido, es en realidad una acción aislada e impredecible, resultado sólo del resentimiento momentáneo de Kostia, un joven trabajador, contra el responsable de dolorosas deportaciones y purgas en las universidades. Kostia que casualmente circula con un revólver en el bolsillo, encuentra casualmente a Tuláyev y lo mata, pero este crimen es el desencadenante de una ola de represión que permite al sistema desembarazarse de elementos incómodos y culminar la tarea en que ya llevaba tiempo empeñado. Estos hechos presentan afinidades con un acontecimiento real, el asesinato de Serguéi Kírov en 1934 en Leningrado. Sin embargo, hay dos diferencias esenciales. La primera es temporal, pues la novela se ambienta en 1939, en una etapa posterior del terror estalinista. Por otra parte, hoy día no está nada claro que la muerte de Kírov fuera tan impremeditada como lo es la de Tuláyev en el libro, ya que se ha especulado ampliamente sobre la participación en ella de los servicios secretos e incluso del propio Stalin.

Una cualidad de la novela, que la hace superior a la otra gran obra sobre las purgas estalinistas, El cero y el infinito de Arthur Koestler, es la aproximación a los hechos a través de una multiplicidad de voces y escenarios. Éstos muestran tipos humanos enormemente diversos arrastrados por un mismo absurdo, que se convierte así en el protagonista de la narración. Kostia y Romashkin, su amigo y vecino, un oscuro funcionario con inquietudes místicas que es quien le proporciona el revólver, desaparecen en seguida del relato para volver sólo al final. Tras la descripción del asesinato, se nos presentan las vidas de los llamados a ser culpables de éste: el Alto Comisario Erchov, devorado por la máquina burocrática que el mismo ayudó a crear, Makéyev, un campesino trasformado con las luchas del Guerra Civil en gran preboste del partido en una remota región, y Rublev, un intelectual disidente sometido a un penoso exilio interior. Éste último es el primer elemento de una generosa galería de héroes que también nos regala la novela, tipos de auténticos revolucionarios enfrentados al horror, como Rishik, deportado en las costas del Ártico, que encarcelado después en Moscú, encuentra la forma de emprender ocultamente una huelga de hambre que le permite morir con dignidad, el atormentado Kondrátiev, presentado al principio como agente estalinista en España y después lúcida y bufonesca estampa de disidente suicida abandonado al vicio de la sinceridad, salvado al fin por su vieja amistad con el Jefe (nombre de Stalin a lo largo de toda la obra), que lo envía a Siberia a organizar las explotaciones de oro, o la joven Xenia, hija de un jerarca del partido, arrastrada por su admiración a Rublev a una campaña  en favor de éste que acaba comprometiendo a toda su familia.

Tras el retrato de los tipos humanos en que puede encarnar el horror, víctimas sobre todo, pero también verdugos que con sorprendente facilidad tienden a engrosar el grupo de las víctimas, el final de la obra regresa a la oscura vida de Kostia, que vuelve de un largo peregrinaje recién casado e irónico como siempre, y Romashkin, ascendido en su trabajo y feliz con sus elucubraciones. La conversación que mantienen pone en evidencia cómo el sufrido pueblo, auténtico protagonista siempre de la tragedia, es también culpable de ella, pues su docilidad ante las mentiras del poder es en realidad lo que lubrica el perverso funcionamiento del sistema. Una frase de uno de los últimos escritos de Rublev acierta a barruntar el sentido profundo de toda la historia: “Adquirimos un grado de lucidez y de desinterés inquietante para los intereses antiguos y nuevos. Nos fue imposible adaptarnos a una fase de la reacción; y como estábamos en el poder, rodeados de una leyenda verídica, nacida de una hazaña, éramos tan peligrosos que ha sido preciso destruirnos más allá de lo físico rodeando nuestros cadáveres con una leyenda de traición.”

Penetrando en las historias de la Historia, El caso Tuláyev exhibe una diversidad de voces, caracteres y personajes sometidos a una misma locura, y nos ilumina sobre algunos de los errores que una revolución no puede permitirse cometer. Por otra parte, aunque la capacidad de fabulación y análisis del narrador omnisciente disecciona en este caso las miserias del régimen de Stalin, no es difícil darse cuenta del significado universal del conflicto que el libro plantea. Más allá de sus circunstancias concretas, Víctor Serge, hombre sin patria y revolucionario sin dogma, nos regala en El caso Tuláyev elementos para una reflexión imprescindible sobre esa manipulación de la realidad que parece estar en la esencia misma del poder.