Primera versión en Rebelión el 6 de agosto de 2007

Para Elisa Villa, que me ayudó a escuchar

 Ahí están. ¿Había creído alguien de verdad que habían muerto? Más vivos que cualquier vivo. Los he visto al atardecer paseando por un camino campestre entre hermosos tilos, detenerse un momento y extender la mirada hacia el horizonte. ¿Quién no los reconocería? El más joven sigue con el aspecto de aprendiz de sastre que siempre tuvo. No ha abandonado la peluca y viste una casaca verde y dorada que nos lleva a un salón de fines del XVIII. En su rostro con marcas de viruela, de nariz poderosa y ojos claros y saltones, hay una expresión de energía inteligente y juvenil que seduce. El otro es mayor. Su cabello encanecido se derrama sin mesura y su vestimenta estilo imperio, bastante ajada, tiene poco de imperial ciertamente. Su semblante tampoco ha escapado a los estragos de la viruela, y su gesto enfurruñado y lunático haría sin duda, hoy como siempre, que cualquier grupo de niños normalmente constituidos lo persiguiera sin remedio arrojándole piedras al grito de: “¡Viejo loco!”

Estos son nuestros hombres. Los he reconocido al momento, y de forma disimulada me he acercado hasta ellos y, escondido entre unos arbustos, he tratado de escuchar su conversación. Como no podía ser de otra manera, hablaban de música, y esta es más o menos una trascripción de lo que decían. Resulta sorprendente que las referencias que hay en su charla a compositores posteriores a ellos van siempre envueltas en algún circunloquio. He tratado de facilitar la comprensión de su diálogo señalando entre paréntesis los nombres de los que yo creo que son los músicos aludidos.

Viejo: Ay, Herr Mozart. Créame que no acabo de acostumbrarme a esta alegría de oír. El canto de los pájaros es una armonía que supera cualquier música. Y qué hermosura este sol declinante. ¿No es maravilloso?

Joven: Por supuesto que lo es, Luisito. Y tienes que perdonarme otra vez que responda a tu trato ceremonioso con este tuteo. Pero es que no puedo dejar de verte como aquel mozalbete que tocó una vez para mí en Viena. Y qué bien que lo hacías, condenado. Improvisabas de una forma ciertamente admirable.

V.: Muchas gracias, Herr Mozart. Ciertamente yo tampoco puedo olvidar aquellos minutos, pero el respeto que sentía y sigo sintiendo por Vd. me impide cualquier familiaridad.

J.: Llámame como quieras, que eso poco importa. Pero ahora quisiera retomar la conversación que teníamos el otro día. Me decías que admirabas profundamente mi música y eso no creo que sea un misterio, porque un eco suyo no deja de sonar en tus primeras composiciones. Sin embargo, después tu obra exploró caminos nuevos que despiertan en mí sentimientos contradictorios. Hay algo grandioso en tu música, Luisito, pero tengo miedo de que contribuyera demasiado a la debacle que vino después. Cuando nosotros componíamos, el objetivo era la belleza, pero más tarde tengo la impresión de que la consigna pasó a ser algo confuso, algo así como la expresividad o una libertad mal entendida. Y fuiste tú sobre todo el que desbrozó ese camino.

V.: Tengo que discrepar con Vd., Herr Mozart. Tiene Vd. que tener en cuenta que entre su época y la mía hay pocos años de diferencia, pero hay también una conmoción histórica extraordinaria. En su tiempo, la música se consumía sobre todo en los salones aristocráticos, en el mío la Revolución francesa había hecho ya tabla rasa de muchas cosas. Nuestros ideales eran otros y eso impregnó inevitablemente la música. Ese aire de libertad que Vd. critica trajo frutos extraordinarios.

J.: ¡Bah! Créeme que para mí lo extraordinario es la depresión que me invade cuando escucho la mayor parte de la música posterior a nosotros. La impresión general que tengo es la del envejecimiento y colapso de un organismo. Podríamos buscar la equivalencia en un ser humano. Los años y los achaques hacen que el individuo maduro vaya perdiendo progresivamente sus capacidades, hoy deja de viajar, mañana deja de caminar, pasado mañana deja de respirar. Así la música pierde, primero la melodía, después la tonalidad, al fin una cacofonía ruidosa se adueña de todo y no queda nada reconocible de la armonía que tantos siglos tardamos en crear. Me resulta realmente deprimente.

V.: No puedo creer, Herr Mozart, que en dos siglos de música no encuentre Vd. nada que le produzca agrado.

J.: Oh sí, cosas hay, Luisito. Evidentemente no me refiero a la música de ese chico de Lichtenthal que murió tan joven, el pobre (sin duda es Franz Schubert). Ése es de los nuestros. Pero después, ay… Bueno, sí, esos muchachos de Hamburgo  mantuvieron el tipo. La sinfonía en La mayor me gusta mucho (uno de los “muchachos” es Mendelssohn, el otro ¿será Brahms?).

V.: Oh sí, claro, la sinfonía Italiana. No me extraña que le guste, Herr Mozart. Siempre he pensado que es lo más cercano al genio de Mozart que se compuso en ese siglo, y generosamente me olvido de algunas de mis obras ¡Ejemm…! Yo no dejo de admitir algo de razón en lo que Vd. dice, pero soy bastante más abierto. Considero que la música sigue dando frutos extraordinarios hasta bien entrado el siglo XX. Sí es cierto que la sinfonía, por ejemplo, se convierte en seguida en algo sombrío y plomizo, y pierde toda su gracia. Pero no deja de ser curioso que cuando en nuestros países la música había ya decaído, encuentre un desarrollo maravilloso en otras tierras.

J.: En otras tierras… ¡Humm!

V.: Sí, en los países eslavos por ejemplo. Hay muchos autores realmente geniales en ellos. Allí se refugia el espíritu de la sinfonía cuando aquí la gente huía despavorida de las salas de conciertos. ¡Y el piano! El noviecito de la Sand, ¡je, je…! es la brillantez personificada (¡Qué crueldad inaudita, pobre Chopin!). ¡Y en ópera incluso! Ese chico que bebía tanto dejó dos obras impresionantes (sólo puede ser Mussorgsky).

J.: Mejores que las de ese bruto de Leipzig que ha dado lugar a una especie de culto satánico sí que son (habla de Wagner indudablemente), pero a mí tampoco acaban de convencerme.

V.: Ay, Herr Mozart, qué exigente es Vd. Sin duda preferirá sobre todas las otras las óperas del italiano de los canelloni (ése es Rossini), que dicho sea de paso, creo que dio la mejor definición de las del bruto de Leipzig que Vd. dice cuando afirmó que “tenían a veces momentos sublimes, pero separados por medias horas espantosas”.

J.: ¡Ja, ja ja! No es mala la definición, y tampoco lo son sus óperas, las del “Signor Crescendo”. ¡Ja, ja ja!

V.: Realmente, debo reconocer que la música pasó por malos momentos después de nuestra salida del mundo, pero piense también que en ese tiempo el espíritu de la armonía acabó refugiándose en la música popular, que tuvo entonces un desarrollo extraordinario. Y de esas fuentes, con aportaciones de todas las culturas y de las tecnologías que iban apareciendo, pudo forjarse el gran renacimiento que se produjo después.

J.: La música no muere, Luisito. La música está en el alma del hombre. Y si unos traicionan el espíritu de la belleza, no faltarán nunca otros que encuentren una vía para expresar con sus melodías las emociones de la gente. No, nunca faltarán.

Había anochecido ya. Algunas estrellas se asomaban cautelosas a la gran bóveda de tinieblas. Los dos hombres echaron a andar. Les veía alejarse y perderse en la distancia mientras seguían conversando animadamente. El más joven gesticulaba y el viejo, con las manos en la espalda, asentía con la cabeza. Ciertamente no parecían gran cosa, pero no pude dejar de pensar en cuánta gente estaría accediendo en ese instante a fuentes de alta y deliciosa armonía gracias a las partituras que ellos crearon. Dejan algunos como rastro de su paso por el mundo un reguero de incendios, guerra y desolación. Ellos, fundidos ya en una bruma lejana, unidos a la muchedumbre de todos los creadores, nos siguen ofreciendo cada instante el regalo más espléndido que podemos imaginar.