Primera versión en Rebelión el 17 de junio de 2008

No es fácil encontrar otro caso parecido de una gran literatura nacional que arranque de una forma tan íntegra y rotunda gracias al genio de un solo escritor. Aleksandr Serguéievich Pushkin (1799-1837) inscribe su arte en  una tradición que hasta el momento había recibido aportaciones voluntariosas pero que no le permitían competir con las grandes referencias universales, y consigue en su breve estancia en este mundo dos resultados extraordinarios. Por un lado, construye una obra poética de registros muy variados y que expresa tan perfectamente las posibilidades líricas de la lengua rusa que le hace aún hoy ser considerado su poeta más destacado. Por otro, pone los fundamentos de una prosa, de suprema y simple elegancia, que rompe con todo lo que se había hecho hasta entonces. Para aquilatar aún más sus méritos, recordemos que en su familia se hablaba francés y que la biblioteca paterna, inicio de su formación literaria, estaba compuesta esencialmente por libros en ese idioma.

Pushkin, que fue un notorio liberal, sobre todo en sus años más jóvenes, y conoció la censura y el destierro, mimetiza sin embargo en su vida y en su obra los rituales de la clase aristocrática a la que pertenecía: la corte como lugar donde el hombre alcanza su dimensión trascendente, la belleza femenina como valor esencial, el honor y la fidelidad como retos cotidianos y el duelo como final casi inevitable. Lo que resulta sorprendente es que con estas coordenadas mentales, Pushkin componga una obra en la que es posible localizar, como en embrión, los logros posteriores de Gógol y de Lérmontov, de Tolstói y Dostoievski. Y pensemos sólo en este último, por ejemplo, fascinado por “la figura colosal” del Hermann de La dama de picas, que le sirvió para modelar su Raskólnikov, o adaptando la trama de El maestro de postas en Humillados y ofendidos.

Pushkin se basa a veces para sus narraciones en episodios de la historia rusa y llega a situar alguna de ellas en los escenarios del Cáucaso que conoció en su destierro, pero se siente atraído sobre todo por los ambientes señoriales y aristocráticos de la sociedad en la que vivía. Hay que señalar también que cuando se acerca a la historia es buscando más que nada argumentos dramáticos y que a veces, con la vista puesta en este objetivo, sus deformaciones son evidentes. En estos casos, sin embargo, el lector, cualquier lector, queda más bien encantado con estas transformaciones, que hacen surgir caracteres grandiosos de personajes más bien anodinos. Hasta nos atrevemos a pensar que el propio Borís Godunov hubiera aplaudido el retrato inmortal y la fábula genial sobre el poder que basándose en él construye Pushkin, y que le perdonaría cordialmente el mal trago de verse transformado para ello en infanticida y usurpador. Es ésta la virtud de la gran literatura. El noble y heroico Pugachov, conductor de una sublevación popular que preludia todos los procesos revolucionarios de Rusia, es retratado en La hija del capitán sin duda todo lo noble y heroico que podía ser retratado por Pushkin sin que su cabeza peligrara, e incluso hubo un capítulo que hubo de ser omitido en su momento, seguramente por razones relacionadas con la censura. Este fragmento puede leerse en la magnífica edición reciente de sus narraciones completas, introducidas, anotadas y traducidas por Amaya Lacasa (Alba, 2003).

Podemos sin duda reprocharle a Pushkin que “no viera” el atroz sufrimiento y degradación del sufrido pueblo sobre cuya esclavitud se asentaba todo el edificio de la vida rusa. Sus prejuicios de clase le impedían llevar a sus libros esta dura realidad que constituía verdaderamente el drama más grandioso que se desarrollaba ante sus ojos. El poder vigilaba con interés las actividades del que era reconocido como un brillante escritor, y en 1826, el nuevo zar, Nicolás I, tras reprimir brutalmente la rebelión de los decembristas, recibió sin embargo amablemente a Pushkin, que había sido expulsado del servicio en 1824 y confinado en la aldea de su madre en la provincia de Pskov, y le ofreció el raro privilegio de ser personalmente su censor. Estas condiciones propiciaron un reblandecimiento de los impulsos reformadores de su juventud, cuando afirmaba en su poema “A Chadáiev” (1818): “Esperamos con tormentosas ansias/ la hora de la sacra libertad”, un cambio que no dejó de ser agriamente criticado en las revistas democráticas de la época, que zaherían al que consideraban un traidor a sus antiguos ideales.

La casa donde Pushkin vivió los últimos meses de su vida está en el muelle de la Moika, en Petersburgo, al lado del Palacio de Invierno. Hoy día se encuentra convertida en un museo con retratos, muebles, libros y todo tipo de objetos que pertenecieron al escritor. Aquí lo trajeron con una bala alojada en el vientre después del duelo con su cuñado, Georges d’Anthès, el hombre que un denunciante anónimo aseguró que cortejaba a su esposa, Natalia Goncharova, juzgada la mujer más bella de la corte. Al final del recorrido por la casa de Pushkin, una anciana lúgubre y silenciosa descubre lentamente para el visitante, con un gesto estudiado, la máscara mortuoria de Aleksandr Serguéievich. Tras ver las habitaciones donde dormía y bromeaba, el despacho atestado de libros donde acabó de escribir La hija del capitán y el diván donde exhaló su último suspiro, contemplar el rostro del joven poeta recién fallecido no puede dejar de impresionarle. Éste es el hombre al fin, en su grandeza y su desnudez, uno más en demasiados aspectos, y sin embargo alguien cuyas historias no dejarán nunca de emocionarnos. Todas las contradicciones de su tiempo parece que tuvieron un lugar en su vida y lo arrastraron a esta muerte temprana y absurda, pero la simple verdad es que a este caballero elegante, algo mulato y medio masón, aristocrático, seductor y duelista, nadie puede negarle el mérito de haber echado a andar con su genio una gran literatura. A él cupo el honor de enseñar a los rusos que poseían un hermoso y poético idioma.