Primera versión en Rebelión el 14 de abril de 2022

Luiza Iordache es una historiadora especializada en el exilio español en la URSS. Su tesis doctoral: En el Gulag. Españoles republicanos en los campos de concentración de Stalin, publicada en 2014 por RBA, relata la odisea de los acogidos en Rusia durante o tras la guerra civil que terminaron internados en el Gulag, repasando sus peripecias en el universo concentracionario, así como los trámites para su liberación y las circunstancias en que ésta pudo al fin conseguirse.

Incidiendo en esta línea, el último trabajo de Iordache, Cartas desde el Gulag. Julián Fuster Ribó, un español en la Unión Soviética de Stalin (Alianza editorial, 2020) se centra en la figura de uno de aquellos hombres. La obra, que viene con un prólogo de la también historiadora Alicia Alted, comenzó a gestarse en 2007, cuando su autora tuvo acceso a los papeles personales de Julián Fuster a través de un hijo de éste, Rafael. Complementada con una intensa labor en archivos y entrevistas, esta información sirvió para rescatar el periplo biográfico de un cirujano, militante del PSUC, que viajó ilusionado a la URSS en 1939 y allí hubo de sufrir luego reclusión en cárceles y campos. Las experiencias narradas tienen gran interés para conocer la vida en Rusia durante la era de Stalin.

Primeros años

Julián Fuster Ribó nació en 1911 en Vigo, pero viajó pronto a Cataluña, de donde eran sus padres, y en Barcelona estudió Medicina, licenciándose en 1935. En esta época militaba ya en organizaciones de izquierdas, y tras la sublevación se afilió al PSUC y se ofreció voluntario como médico militar. Durante la contienda trabajó en diferentes hospitales por los frentes de Aragón y Cataluña, y llegó a ser jefe de Sanidad del XVIII Cuerpo de Ejército. Con la debacle republicana, en febrero de 1939 Fuster cruzó la frontera francesa y fue internado en el campo de Saint-Cyprien, donde siguió ejerciendo su profesión, atendiendo a los otros reclusos.

Trasladado en marzo a la fortaleza de Colliure, antro de torturas y vejaciones, allí permanece nuestro protagonista hasta el mes de mayo en que es liberado. Se le ofrece entonces la posibilidad de viajar a la Unión Soviética y no se lo piensa dos veces. Su admiración por la “patria del proletariado” y su agradecimiento por la ayuda recibida durante la guerra le hicieron acometer con esperanza aquella nueva etapa de su vida.

Un médico español en la URSS

Fuster embarca en El Havre con su mujer y sus tres hijas pequeñas y en unos días están en Leningrado. De allí viajan a un balneario en Zanki, cerca de Járkov, donde tienen oportunidad de descansar. Julián decide luego completar su formación como cirujano y en esta especialidad trabaja en diversos hospitales, hasta que se produce la ofensiva alemana y se incorpora al Ejército Rojo como médico militar. Alistado va a seguir hasta 1943, un año duro para él, marcado por la separación de su esposa y el fallecimiento de sus dos hijas pequeñas de tuberculosis.

Tras la Gran Guerra Patria, Fuster se especializa en neurocirugía en Moscú y laborando concienzudamente se gana una reputación como médico. No obstante, su visión crítica de la realidad que observa alrededor no va a tardar en causarle problemas. Ya el pacto Mólotov-Ribbentrop, a los pocos meses de su llegada al país, le había resultado difícil de digerir, y nunca se reprimió lo suficiente a la hora de expresar sus ácidas opiniones sobre el relato oficial que trataba de imponerse en éste y otros asuntos. La falta de libertad lo asfixiaba y en 1946 consiguió un visado para México, donde se habían exiliado sus padres. Sin embargo, su catalogación como “disidente” hizo que no se autorizara su salida. Además de esto, en 1947 fue despedido de su trabajo.

En aquel momento difícil, Fuster salió adelante gracias a las traducciones que le encargaba la embajada argentina, pero muy pronto un extraño incidente puso fin a estos servicios, dando un vuelco a su vida. Otro de los españoles colaboradores de esta legación, José Tuñón Albertos, protagonizó por aquellas fechas un desesperado intento de evasión de la URSS, escondido en una maleta, y tras ser descubierto el plan, la ola represiva alcanzó a nuestro hombre, que ninguna relación tenía con el asunto. Así fue como el 8 de enero de 1948 Julián Fuster fue detenido.

En el Gulag

Ocho meses en el ominoso caserón de la Lubianka son la primera estación en el viacrucis personal del discrepante cirujano. Sofisticadas técnicas de tortura, interrogatorios nocturnos y privación de sueño, con una dieta para mantenerlo en el límite de la supervivencia, consiguen en catorce días que firme la disparatada confesión que sus captores buscan. En agosto, Fuster es sentenciado a veinte años de trabajo forzado y trasladado a la sección de Kengir del recién inaugurado campo de Steplag, en Kazajstán.

Los reclusos, de muy variadas nacionalidades, que eran enviados a este complejo carcelario, sobre todo con delitos políticos, trabajaban jornadas de doce a catorce horas sin descanso semanal, en minas y en la excavación de cimientos para una factoría de enriquecimiento de mineral de cobre. Julián, sin embargo, va a ser una excepción a esto, pues nada más ingresar es incorporado a los servicios médicos, ganando crédito en breve como hábil cirujano. Llegó a operar incluso a los responsables del campo y el amor a su oficio aliviaba algo la pérdida de libertad, pero la vida era miserable y el futuro incierto. El libro aporta conmovedoras historias de compañeros de cautiverio que Fuster recoge en sus escritos, testimonios de la vesania del régimen de Stalin. En el plano sentimental, nuestro cirujano estuvo emparejado durante este tiempo con dos reclusas, Eha Lepp, una bióloga estonia que en 1950 le dio un hijo, y Nadezhda Gordóvich, con la que la relación continuó después de la liberación.

Tras la muerte de Stalin, las amnistías parciales resultan frustrantes y bulle el descontento por todo el Gulag. En el Steplag, ya en 1953 comienzan huelgas y protestas, que son reprimidas con dureza, y en mayo del año siguiente estalla una rebelión en la que los presos llegan a hacerse con el control del campo. Tras cuarenta días de negociaciones y sin aviso previo, en la madrugada del 26 de junio el ejército toma Kengir a sangre y fuego, masacrando con armamento pesado a los indefensos reclusos y provocando centenares de muertos y heridos. En estos momentos terribles, nuestro médico operó sin interrupción durante dos días hasta que se desmayó por agotamiento en el quirófano.

Julián es liberado el 10 de marzo de 1955 y se le fija un lugar de residencia próximo a Moscú, donde vive con Nadezhda y trabaja como cirujano. Cuando se lo permiten, se establecen en la capital y él se gana la vida traduciendo libros de medicina, actividad que le aporta mayores ingresos que el quirófano. Su anhelo todo este tiempo es regresar a España, pero no logra materializarlo hasta 1959.

La URSS en el recuerdo

Julián y Nadezhda viven en Barcelona y desde allí viajan a Cuba, donde ahora reside la familia de él. Pronto están de vuelta en la capital catalana y ella, incapaz de adaptarse a la vida española, retorna a la URSS. En esta época, Fuster ha de sufrir tanto la incomprensión de los suyos por sus críticas al régimen soviético, como el recelo de los franquistas, que vetan su acceso a un trabajo como cirujano. Es por esto que en 1961 decide sumarse a un programa de desarrollo sanitario en el Congo, pero al cabo de tres años la situación en África se torna peligrosa y regresa a Cataluña.

Sí consigue Fuster trabajo ahora como médico, en Palafrugell, y allí va a permanecer doce años, contando entre sus pacientes y amigos a Josep Pla, que lo recuerda amablemente en algunos de sus escritos, como un buen facultativo, viajado y de gran cultura: “Un hombre que lo entiende todo porque prescinde de los prejuicios y los convencionalismos.” Julián disfruta al fin de una vida tranquila y contrae matrimonio con Leonor Ruiz, unión de la que nacerá su hijo Rafael, pero sus últimos años no van a ser fáciles; aquejado de Parkinson, debe abandonar el ejercicio de su profesión y se traslada a La Pobla de Montornès, donde recibe visitas de sus hijos dispersos por el ancho mundo. En esta localidad tarraconense falleció Julián Fuster el 22 de enero de 1991.

La obra trae como anexos tres documentos interesantes. En su “Carta sin sobre a Nikita Jruschov”, Fuster presenta un relato pormenorizado de los “Cuarenta días de Kengir”, de los que fue testigo, episodio represivo cuya responsabilidad recae, según él, sobre el destinatario de la misiva.  “Testimonio del ‘Paraíso Comunista. Yo ya estoy de vuelta” narra algunas de sus experiencias en la URSS, con grandes dosis de ironía ante la imagen edulcorada del régimen allí imperante común en la izquierda. Por último se incluye una “Nota sobre mi padre” firmada por Rafael Fuster.

La personalidad de Julián Fuster se dibuja nítida en este libro a través de los crueles trances que le tocó vivir, muestrario bien provisto de las convulsiones del siglo XX. A lo largo de su particular odisea, este médico catalán, con su gesto agudamente crítico, pero cargado de seny, inteligente y empático, se las arregla a cada momento para sorprendernos con una sana exhibición de dignidad e ironía saludable, bien sea ante los golpes del destino o frente a la brutalidad ignominiosa del poder. Tal vez es la contemplación de esta humanidad inclaudicable el provecho mayor de la lectura, junto a la profundización en los entresijos de un escenario impenetrable y sugestivo, cercano aún y ya con categoría de mítico.

La historia rescatada en Julián Fuster Ribó, un español en la Unión Soviética de Stalin viene acompañada de abundantes notas a pie de página, documentos y fotografías que la ilustran y enriquecen. Luiza Iordache ha conseguido regalarnos con este trabajo un pedazo conmovedor de la intrahistoria del siglo XX, un tiempo que es imprescindible conocer porque en él se gestaron todas las turbulencias del presente.