Primera versión en La Nueva España el 12 de julio de 2020

El nombre de Víktor Krávchenko, un alto funcionario ucraniano miembro de la Comisión Soviética de Compras en Washington, salta a los titulares de prensa en plena guerra mundial, en abril de 1944, cuando decide pedir asilo político a las autoridades norteamericanas. Dos años después aparece su autobiografía: Yo escogí la libertad, que se convierte en un bestseller mundial, y con su denuncia de los crímenes de Stalin, en un arma de propaganda valiosísima en el arranque de la Guerra Fría. Esta obra dio lugar a un juicio por difamación en París, el conocido como “Juicio del siglo”, en el que Krávchenko salió victorioso contra la poderosa maquinaria del Partido Comunista Francés.

Un ingeniero en la URSS

Víktor Andréievich Krávchenko viene al mundo en Dnipró (Ucrania) en el año revolucionario de 1905 y tras padecer el hambre y los horrores de la guerra civil, en 1921 comienza a trabajar como mecánico. Pronto milita en el komsomol y en 1929 ingresa en el partido. El año siguiente es elegido para estudiar ingeniería, y en un viaje a Moscú, transmite a los altos jerarcas Nikolái Bujarin y Sergó Ordzhonikidze, quien a partir de entonces se convierte en su protector, sus impresiones sobre los errores de una industrialización mal planificada que sumía a los obreros en la miseria. En esa época, Víktor conoce bien la colectivización y deskulakización que generan condiciones espantosas en el campo, pues es comisionado para fiscalizar y dirigir el proceso sobre el terreno en un par de ocasiones.

Los años 30 traen desarrollo y terror crecientes a Rusia, mientras el mundo se hunde en el fascismo. En el invierno de 1933-1934, los juicios públicos de la primera purga liquidan la disidencia dentro del partido. Víktor, denunciado, ha de pasar por el estrado, pero se defiende bravamente y consigue conservar su carnet. En 1935 se gradúa como ingeniero y accede a la elite de la sociedad soviética, aunque esto no es óbice para que sienta cada día la ominosa vigilancia de muchos ojos y oídos a su alrededor.

En el verano de 1936 da comienzo la Gran Purga que recrudece la persecución hasta extremos de delirio. Muchos duermen vestidos, por si acaso… A Víktor le llega el golpe en noviembre. Es acusado públicamente y escudriñado por una comisión, pero consigue librarse otra vez. Sin embargo, el suicidio de Ordzhonikidze en febrero de 1937 lo deja sin su paraguas moscovita y las consecuencias no se harán esperar. Pronto es degradado, expulsado de su casa y sometido a agotadores interrogatorios. A principios de 1938 logra zafarse por intercesión del Comisario de Industria Lázar Kaganóvich, su nuevo protector, pero por entonces comienza a acariciar la idea de huir del país.

La Gran Guerra Patria

La acometida alemana de junio de 1941 pone al país en peligro mortal y a través de altavoces en las calles Stalin se dirige a las masas para anunciar una alianza con las que hasta ayer eran “democracias degeneradas”. Víktor se une al Ejército Rojo con el grado de capitán y es destinado a la retaguardia, pero pronto es desmovilizado debido a su alta cualificación técnica e incorporado como ingeniero jefe a un trust de empresas que fabrican material de guerra. En mayo de 1942 se le nombra para un importante cargo en el Sovnarkom, la dirección industrial del país.

Yo escogí la libertad nos instruye entonces en las rutinas y privilegios de un alto funcionario soviético. En el invierno de 1942-1943, mientras la guerra se decide en Stalingrado, Víktor vislumbra la esperanza de formar parte de la comisión de especialistas que viajarán a los Estados Unidos para las negociaciones del “Préstamo y Arriendo”. Su historial es escudriñado y su fidelidad puesta a prueba, y a fines en julio se le entrega el pasaporte. Escapar y contarlo todo se convierte en una misión sagrada. Tras largas jornadas en el transiberiano y ver desaparecer la costa de su país desde la cubierta de un barco, llega a Vancouver. Allí toma contacto con un “mundo capitalista” cuya abundancia y libertad le impresionan.

En abril de 1944 Víktor da el gran paso, viaja de incógnito a Nueva York y convoca a la prensa para difundir una denuncia de la situación en la URSS y buscar el apoyo del pueblo norteamericano. Al final del libro, reconoce que jamás hubiera abandonado su país si hubiera visto una posibilidad de luchar por la libertad dentro de él. A partir de ese momento, protegido por las autoridades, su vida será una huida sometida a continuos cambios de identidad.

Yo escogí la libertad es redactado en los meses siguientes a su deserción, pero su demoledora crítica de un aliado decisivo sólo pudo aparecer en 1946, tras el fin de las hostilidades. Atacado ferozmente por la máquina de propaganda del Kremlin, pero coreado por los mass media y traducido a todos los idiomas, se convirtió rápidamente en un éxito de ventas.

Yo escogí la libertad: un documento extraordinario

Ante un texto de estas características, la desconfianza del lector es simplemente prudencia. Sin embargo, de todas las interpretaciones posibles, uno termina apostando por la buena fe que destilan el testimonio y las denuncias del protagonista, enhebrados en un relato de extraña coherencia y que en nada contradice lo que sabemos por otras fuentes. Víktor Krávchenko recibe golpes que están a punto de acabar con él varias veces, pero tiene la suerte de salir adelante, protegido por su prestigio técnico, su inteligencia y su capacidad de trabajo, apreciadas por los máximos dirigentes. Podría pensarse que su trayectoria es la de un triunfador, pero la repulsa y el desprecio acumulados le hacen renunciar a sus privilegios y arriesgarlo todo para transmitir a la opinión pública mundial los excesos de que ha sido testigo.

A diferencia de los relatos críticos escritos por visitantes de la URSS, Yo escogí la libertad surge de una privilegiada mirada desde dentro, y tiene la virtud de poner ante nuestros ojos a las víctimas olvidadas de un régimen de horror: muertos de hambre en Ucrania, mientras el gobierno acaparaba y exportaba alimentos; pretendidos kulaks despojados de todo; trabajadores forzados de los campos: seres de otro planeta que deambulan por la obra, como lo hacen también los besprizórniki, niños sin hogar; obreros en la miseria de una sociedad desigual; y sorprendentemente, en la misma cúspide, dirigentes aterrorizados: “Teóricamente, los comunistas éramos quienes regíamos los destinos del país, ‘lo mejor de lo mejor’  entre los forjadores de un nuevo mundo. En la práctica, éramos peones desvalidos de una partida jugada por un régimen policíaco según normas de su propia hechura.”

El juicio del siglo en París

En noviembre de 1947, la revista Les Lettres françaises, ligada el partido comunista, publica en París un artículo titulado “Cómo fue fabricado Krávchenko” firmado por Sim Thomas, un supuesto periodista norteamericano, en el que se afirma que Yo escogí la libertad no fue escrito por quien pone su nombre en la portada, un renegado que se esconde por miedo de no poder demostrar su autoría. Aparecen luego otros artículos con más calumnias y Krávchenko toma la decisión de querellarse contra la revista en los tribunales franceses. El proceso judicial subsiguiente supondrá una batalla propagandística de la que el gobierno soviético no va a salir muy bien parado.

Debido a la táctica dilatoria de los demandados, el juicio no comienza hasta el 24 de enero de 1949. Unos días antes, Krávchenko convoca una rueda de prensa a la que asisten más de cuatrocientos representantes de medios de todo el mundo. Ante ellos afirma que, habiendo sido difamado en muchos países, ha elegido Francia para presentar una querella debido a la pujanza allí del partido comunista, que dará máxima relevancia a las revelaciones sobre el régimen soviético contenidas en el libro, las cuales se propone demostrar con la ayuda de numerosos testigos.

Las sesiones se prolongarán hasta el 22 de marzo ante un público abundante y enfervorizado entre el que no es raro ver a Arthur Koestler, Louis Aragon, Jean Paul Sartre, André Gide o François Mauriac. Entre los testigos de la defensa se encuentran personalidades francesas próximas al partido comunista, que se deshacen en elogios de lo que vieron en sus visitas a la URSS y desmienten diversas afirmaciones del libro. Hay también viejos conocidos de Krávchenko llegados de Rusia, que declaran ser falsos aspectos de su biografía recogidos en él. Entre ellos está su exesposa, madre de un hijo suyo nacido en 1935. El careo entre ésta y Víktor en el juicio da lugar a momentos de gran tensión.

La acusación por su parte presenta a otros viejos conocidos de Krávchenko que contradicen a sus calumniadores, pero sobre todo, y mediante anuncios publicados en la prensa, consigue reclutar una legión de rusos y ucranianos exiliados que vivieron la represión en sus países y están dispuestos a rememorarlo todo. Es así como obreros, ingenieros y campesinos suben al estrado en el Palacio de Justicia parisino para desgranar sus recuerdos del horror. Las brutalidades que relatan arrancan lágrimas al público y difundidas por los medios producen una conmoción social. Las mentiras urdidas contra Krávchenko se estrellan ante la sinceridad de estos testimonios. En el transcurso del juicio, se presentó además el manuscrito del libro, como forma de demostrar la autoría cuestionada en Les Lettres françaises.

La sentencia, leída el 4 de abril, condena al director de la revista a pagar una indemnización, y aunque no se pronuncia sobre la situación en la URSS, al declarar difamatorios los artículos, respalda implícitamente las acusaciones contenidas en Yo escogí la libertad. Les Lettres françaises apeló el veredicto y un tribunal francés superior confirmó la sentencia, pero redujo la indemnización a una cantidad simbólica, con el argumento de que la publicidad del juicio había ayudado a Krávchenko a vender su libro.

Las dos obras que aportan la mejor aproximación a este histórico proceso son El caso Krávchenko (1990), que reúne las crónicas de las sesiones que elaboró la periodista rusa Nina Berberova para la revista La Pensée russe, y La espada y la serpiente, publicado por Krávchenko en 1950, que se dedica en gran parte a dar a conocer a las víctimas de la represión que actuaron como testigos. Al final de esta segunda entrega, el autor toma conciencia de que sus argumentos son utilizadas por regímenes injustos para desviar la atención de sus propios crímenes y llega a la conclusión de que la única victoria eficaz sobre el régimen tiránico de Stalin se lograría promoviendo trasformaciones sociales pacíficas que, preservando la libertad, fueran capaces de mitigar las diferencias económicas entre los hombres.

Krávchenko se unió sentimentalmente a una mujer norteamericana con la que tuvo dos hijos, y vivió de incógnito en Estados Unidos y Perú, donde trató de impulsar empresas mineras con los beneficios de sus libros. Su muerte en Nueva York en 1966 es considerada oficialmente un suicidio, aunque algunos indicios apuntan a un asesinato por parte del KGB.