Primera versión en Rebelión el21 de abril de 2021

El antropólogo e historiador británico Jack Goody (1919-2015), formado en las universidades de Cambridge y Oxford, comenzó sus investigaciones con trabajos de campo en el norte de Ghana y análisis comparativos entre diversos grupos étnicos. En estos estudios se ocupó sobre todo de los cambios provocados en la estructura social por procesos como el desarrollo de la agricultura, la urbanización o el uso de la escritura. Ya en sus últimos años vio la luz El robo de la historia (2006), su trabajo más ambicioso y polémico, en el que trata en detalle cómo Europa ha impuesto su relato y su perspectiva histórica al resto del mundo. Akal acaba de reeditar la versión de esta obra que publicó en 2011(trad. de Raquel Vázquez Ramil).

En la introducción del libro, Goody describe cómo durante sus trabajos en África comenzó a tener conciencia de que la pretensión de los europeos de haber inventado instituciones como la democracia, la familia nuclear o el mercado no se ajustaba a los hechos. En su opinión, la comparación de modelos en los tres continentes del viejo mundo invitaba a desechar la singularidad de Europa, a favor de un patrón mucho más unitario, en el que luego era posible discernir particularidades locales. De todas formas, en descargo de la mentalidad europea, debe reconocerse que el etnocentrismo es un fenómeno muy común por todas las latitudes.

De acuerdo con estos planteamientos, el primer objetivo de El robo de la historia es sopesar la validez de la genealogía que propone, como modelo universal, una evolución de la Antigüedad al feudalismo y luego de éste al capitalismo. En la segunda parte, se discuten las ideas de tres autores muy influyentes que privilegian esta línea de progreso sobre cualquier otra, y en la tercera y última se analiza el empeño de los europeos por ser fundadores y custodios de instituciones mucho más extendidas de lo que se supone.

  1. Los mitos de los mitoclastas

Occidente ha universalizado su cómputo del tiempo, fundamentado en gran parte en las enseñanzas del cristianismo, aunque hoy día se desarrolle, sólo en ocasiones, una actitud secular. También ha impuesto su “centralidad espacial” a partir del meridiano de Greenwich, y sus períodos históricos. La filosofía es casi por definición una cuestión europea, así como la teología o la literatura, y sólo recientemente se han consolidado a nivel académico los estudios comparativos. Si intentamos comprender cómo se llegó a este dominio, un momento clave es la Antigüedad clásica, referencia universal invocada continuamente. Sin embargo, la especificidad de esta época es altamente discutible, como muestra un recorrido por la historia de otras regiones del viejo mundo.

En el aspecto crucial de la “invención” de la democracia, por ejemplo, es fácil demostrar que la representatividad, en distintas formas, ha sido un ideal perseguido en sus instituciones por numerosos pueblos de África, Europa, Mesopotamia, India o China. Hay que señalar, además, que en Grecia la democracia coexistía con la tiranía. El análisis del concepto de “libertad individual” arroja resultados similares. Por otro lado, diversos autores han puesto de manifiesto sólidas conexiones entre Grecia, Oriente Medio y el norte de África. En resumen, por lo que respecta a la Antigüedad, es difícil reconocer la marcada singularidad de Grecia que sirve de mito fundacional a la historia de Occidente.

El feudalismo se corresponde con una época de “decadencia catastrófica” de Europa occidental, en la que ésta constituye una auténtica excepción cuando se observa con una perspectiva global. El análisis evidencia que no se trata, de ningún modo, de una fase “progresiva” en el desarrollo tecnológico y que la recuperación económica sólo se produjo con la apertura comercial hacia las urbes del Mediterráneo oriental. Para Goody, la búsqueda de un  “feudalismo universal” es un error, y el capitalismo no requiere esta etapa previa como condición necesaria, como demuestra la historia reciente de Asia.

Se critica después el mito del Asia despótica e incapaz de innovaciones a través de tres ejemplos extraídos de la historia del Imperio turco: la rapidez y eficacia de la adopción de armas de fuego por el ejército del sultán, la organización de la agricultura en unidades familiares de explotación, y el mundo del comercio. La conclusión es que aquel imperio se parecía más a Europa de lo que se ha querido admitir. Por otra parte, la comparación con China ofrece resultados similares y desmonta completamente la invocación a un Oriente atrasado y anquilosado.

  1. Tres desbarres académicos

El bioquímico británico Joseph Needham desarrolló también una importante labor como historiador de la ciencia china. Sus estudios en este campo lo llevaron a investigar por qué a pesar de los éxitos de ésta en muchas disciplinas hasta la Edad Moderna, Occidente se impuso claramente después en la competencia tecnológica, el que se conoce cómo “Problema de Needham”. Según este autor, el factor determinante fue el surgimiento en Europa, en contraste con la estructura social burocratizada de China, de una clase dinámica y emprendedora, la burguesía, que fue capaz de potenciar el desarrollo del capitalismo y la ciencia moderna. Goody, sin embargo, desconfía de esta explicación y presenta numerosos datos que muestran cómo la sociedad china exhibe una sorprendente capacidad de mutación y adaptación en diferentes momentos de su historia. El adelanto de Europa tuvo lugar sobre todo en los siglos XIX y XX, y debe relacionarse con la catástrofe social inducida por la agresión colonial. En el presente estamos viendo, sin embargo, cómo este sobrepaso no marca una tendencia inmutable.

El sociólogo alemán Norbert Elias representa un caso extremo de eurocentrismo con su identificación de la civilización con un contexto exclusivamente europeo en su libro El proceso de la civilización (1994). Para él, es sólo con la aparición en Europa de monarquías absolutas tras el Medioevo, cuando se impone el refinamiento como forma de subrayar las divisiones sociales. En ese momento, las restricciones externas al comportamiento se interiorizan, en una serie de procesos explicables a través del psicoanálisis y que determinan el progreso cultural. Sin embargo, no es difícil comprobar que esta evolución no es exclusiva de Europa, y Goody muestra cómo se produjo, por ejemplo, en el Japón del siglo XI. La obra de Elias ofrece un amplio catálogo de los errores a los que conducen las generalizaciones basadas en prejuicios etnocéntricos.

El historiador francés Fernand Braudel critica la correlación que establece Max Weber entre el capitalismo y la ética protestante, y atribuye la irrupción de este sistema económico al carácter dinámico de Occidente cuando se le compara con las estáticas sociedades orientales. Para Goody, sin embargo, esto es una simplificación excesiva. Los metales preciosos salían al comienzo de la Edad Moderna de los circuitos occidentales camino de Asia, lo que muestra la pujanza de la economía de ésta, y que allí también había “ansia de oro”, pero esta ambición era canalizada por medios pacíficos, a través del comercio, y no de guerras de conquista colonial. La asociación de Braudel del capitalismo con el desarrollo de las ciudades y sus libertades choca con las características de las urbes chinas de la misma época, y con el sometimiento final al poder real que se dio en Europa. La discusión pone de manifiesto el sesgo teleológico de muchos de los planteamientos de Braudel.

Goody concluye sintetizando los argumentos expuestos en un nuevo modelo ciertamente revolucionario. Se trataría de describir las transformaciones a nivel global desde la Edad del Bronce sin dar carácter universal a los períodos que se distinguen en Europa. Podríamos hablar así del surgimiento de culturas urbanas en diversas regiones del planeta, y posteriormente de la irrupción de las grandes civilizaciones clásicas mundiales. El colapso medieval de Europa sería un proceso local, que iría seguido de una recuperación por la renovación de las ciudades de Occidente y su comunicación comercial con las de Oriente. Finalmente, la mecanización de su producción por las culturas mercantiles en diferentes áreas daría lugar a los cambios económicos observados a nivel mundial. Con este planteamiento, resultan superfluas categorías universales que oscurecen más que aclaran, y se podría consolidar un nuevo paradigma, sin teleologías y alejado de los esquemas eurocéntricos.

  1. Otros latrocinios

La tercera parte de la obra repasa cuestiones como el papel atribuido a las ciudades y universidades medievales en el “despegue” de Occidente. Aquí también se demuestra que la singularidad europea no se asienta en suelo firme, y lo mismo puede decirse respecto a conceptos como racionalidad, humanismo, democracia o individualismo, estudiados en otro capítulo. Son especialmente interesantes los datos que se aportan sobre la situación en la China clásica, sin un credo dominante y con una gran influencia del confucianismo y su perspectiva secular sobre el mundo. Frente a esto, resulta absurdo encarecer las virtudes del humanismo renacentista o la Ilustración. Es cierto además que los altos valores alumbrados en Occidente no se notan en sus guerras de conquista ni en la depredación colonial y post-colonial que lleva a cabo por todo el mundo.

Un capítulo final analiza la idea, muy extendida (D. de Rougemont, N. Elias, C. S. Lewis, G. Duby), de la “invención” del amor romántico por los trovadores en el siglo XII. Goody multiplica los ejemplos por muchos lugares y épocas para mostrar lo quimérico de esta suposición. La importancia de la familia reducida en Europa es otro aspecto en el que se han querido ver argumentos para la especificidad de su sociedad y el origen del capitalismo, pero también esta peculiaridad resulta muy discutible.

Para superar el eurocentrismo

El leitmotiv de la obra es poner en evidencia la apropiación por Occidente de un gran número de elementos culturales clave, a través de un proceso largo y complejo que se describe pormenorizadamente. Por medio de esta trapacería, el pensamiento dominante ha fantaseado una singularidad histórica en Europa que se remonta a miles de años atrás y conduce necesariamente al capitalismo. Puede decirse, en conclusión, que a la expansión militar colonial y a la dominación económica ha sucedido la imposición de un relato que nos trata de presentar todas estas desgracias como inevitables.

El robo de la historia desnuda la inconsistencia del entramado tejido por la historiografía oficial, y muestra el carácter falaz de la predestinación de Europa. La realidad que deja entrever es que los estadios esenciales del desarrollo económico y social se originan en muchos casos en diversas regiones y con particularidades locales, para extenderse luego por todo el orbe.

Jack Goody aporta en este libro un copioso caudal de erudición para desmantelar el mito de la exclusividad europea. Éste resulta ser al fin, simplemente, otra penosa forma de etnocentrismo y una justificación ideológica de la masacre colonial.