Primera versión en Rebelión el 3 de marzo de 2015

Pedro Cepeda Sánchez fue uno de los niños españoles evacuados a la Unión Soviética durante la guerra civil. Su estancia en aquel país se prolongó hasta 1966, e incluyó ocho años de internamiento en el Gulag, que fueron motivados por el deseo que siempre lo dominó de regresar a su patria. De su insólita peripecia vital dejó a su muerte unas memorias deslavazadas que fueron retrabajadas y completadas por su hija, Ana Cepeda Étkina, para dar forma a Harina de otro costal. El libro acaba de aparecer en el catálogo de Queimada y viene introducido por una nota de los editores y un prólogo de Dolores Cabra, Secretaria general del Archivo Guerra y Exilio.

A comienzos de 1937, Pedro Cepeda, de 14 años, y su hermano Rafael, de 12, residentes en Málaga, son enviados por su madre a Valencia para defenderlos del inminente ataque franquista. En la capital iban a vivir con su prima, pero la realidad fue que esta no contaba con el permiso de su marido para atenderlos y los chicos acabaron en un orfanato; en marzo fueron evacuados a la Unión Soviética. Al llegar a Yalta, su primer destino fue el campamento de pioneros de Artek, donde permanecieron hasta agosto. En una conversación allí con Dolores Ibárruri, esta le pregunta a Pedro quién es su padre y si pertenecía al partido, y cuando él contesta que era obrero pintor y estaba afiliado a la CNT, ya que en Málaga no había otro sindicato de la construcción, ella le responde: “Ah, entonces ¡tú eres harina de otro costal!” Esta frase se le quedaría grabada, y al final se convirtió en el título del volumen que recoge sus memorias. Harina de otro costal fue sin duda nuestro protagonista en la URSS, pagando caro por ello.

Pedro Cepeda parte luego para Moscú y se separa de Rafael que va a Leningrado. En la capital vive con otros chicos en un antiguo palacio transformado en escuela residencia. Se les educa en ruso y español y conocen lo más destacado de la ciudad, tratados magníficamente. De 1938 nos cuenta las visitas a fábricas, donde son presentados a las asambleas de obreros, cosechando una enorme solidaridad. Había los consabidos discursos, y todo terminaba siempre en loas al camarada Stalin, promesas de aumentar la productividad y una opípara merienda para los niños. En 1939, algunos de los profesores que manifiestan su deseo de regresar a España son autorizados, no sin obstáculos. Con uno de ellos, José Cerdán, conversa Pedro poco antes de su partida e intercambian información sobre las “desapariciones” que están ocurriendo de personas críticas con la Unión Soviética. Cerdán le aconseja fervientemente que trate de abandonar el país.

La vida de Pedro en Moscú es tranquila. No se afana demasiado en los estudios, tiene buenos amigos rusos que lo ayudan, y no duda en colarse cuando puede en los cines y teatros; a veces es descubierto y toman su nombre, lo que no parece importarle. En el verano de 1941 se produce la invasión alemana, y en noviembre el enemigo está a las puertas de la ciudad. Los bombardeos son terribles y pronto los jóvenes españoles son evacuados bajo la dirección de Luis Balaguer, antiguo oficial del ejército republicano. Toman el tren en la estación de Yaroslavl y hacinados pero contentos parten hacia Barnaúl en Siberia, contemplando a su paso las destrucciones de la Luftwaffe. La comida no abunda durante el camino, pero con lo que les dan buenamente y lo que la picaresca española consigue, se van arreglando. Pedro mantiene relaciones esos días con Nadia Merentskova, sobrina del mariscal Merentskov, recientemente purgado por Beria, al que acusa además de haberla violado. Ella tiene en ese momento dos pasiones, la vodka y Pedro, pero ante la indecisión de él lo abandona en Omsk.

En Barnaúl se les atiende en forma, y en unos días son enviados a Samarcanda, en Uzbekistán, donde se les aloja en una vieja escuela. Allí Pedro Cepeda es expulsado de la Casa de Jóvenes al investigarse una sustracción de sábanas ocurrida en ella. Pedro, que era uno de los implicados, se autoinculpa y al fin paga por todos. El dinero iba destinado a la novia de Pedro, enferma de tuberculosis, que cuando él es castigado niega cualquier conocimiento de los hechos y rompe con él. El espinoso asunto es desvelado en la narración por El Chelu, un joven asturiano que ha acabado también por aquellas tierras y es buen amigo de Pedro. Él no lo abandona en la adversidad y muchos otros terminan acercándose a él de nuevo, y violando así el boicot que se le había declarado por iniciativa de Balaguer.

Incómodo y sin expectativas, Pedro Cepeda toma la decisión de huir y parte en tren con unos amigos georgianos en dirección al oeste. Atraviesa el mar Caspio y llega a Bakú, y de allí a Tiflis, donde lo tenemos ya en 1943. Se encuentra con conocidos de su estancia en Moscú, pero marcha pronto para Batumi (Georgia) en busca de su amiga Josefina, casada con Manuel Azcúnez, un marino español que es segundo ahora en un barco soviético, el Dimítrov. No acaba de encontrar un buen empleo y deambula por el puerto, tratando a viejos revolucionarios opuestos a los bolcheviques y que trabajan de descargadores. Por fin, a pesar de la prohibición impuesta por el PCE de que los españoles se alisten en la marina, sus amigos consiguen reclutarlo para el Dimítrov cuando corre ya el año 1944. El barco hace viajes a Novorosíisk y a Kerch, y así llega mayo de 1945 y el fin de la guerra. Pedro es enviado de regreso a Moscú.

En la capital el malagueño trabaja en una fábrica hasta que tras superar un examen de prueba es contratado de tenor dramático en la compañía del teatro Stanislavski. Con ella actúa por toda Rusia, aunque no faltan rifirrafes con la censura, como cuando le exigen que excluya de su repertorio la canción “Fiel espada triunfadora” de El huésped del sevillano. En esa época se casa con la rusa Rosa Morkóvkina, pero el matrimonio fracasa pronto, mientras una enfermedad de la garganta obliga a Pedro a someterse a una operación y ha de dejar de cantar. Son tiempos duros en los que su obsesión es abandonar la URSS, pero la política del PCE hace imposible ese sueño. En 1947 consigue un empleo en la embajada argentina que acaba de reabrirse en Moscú.

Su trabajo para los argentinos estabiliza pecuniariamente su vida, pero cuando informan a las autoridades de su contratación, en breve llega una nota del Ministerio de Exteriores de la URSS indicando que Pedro Cepeda es considerado persona non grata y desaconsejando que lo tomen a su servicio. No impresiona esto a sus jefes, que siguen confiando en él. A finales de 1947, él y su amigo José Antonio Tuñón, un comunista que había sido capitán de aviación durante la guerra civil, preparan un plan para salir de la URSS. Con la colaboración de los argentinos, tratan de hacerlo escondidos en sendas valijas diplomáticas. El intento fracasa y Pedro Cepeda es detenido el 3 de enero de 1948 y llevado a la Lubianka, donde se suceden interrogatorios y torturas, aunque hay también buenos y sabios compañeros de celda que lo aconsejan y confortan. En marzo es trasladado a la cárcel de Lefórtovo, donde sigue el tratamiento medio año más con torturas cada vez más refinadas y delirantes exigencias de información sobre el “espionaje argentino-norteamericano”. Por fin, en septiembre se le comunica, sin ningún vislumbre de juicio o posibilidad de defensa, que ha sido sentenciado a veinticinco años de internamiento en un campo.

En breve parte en tren hacia su destino que resulta ser Intá, en las estribaciones occidentales de los Urales y muy cerca del Círculo Polar Ártico, región con minas de carbón. Allí Pedro intima con otro español, José Daniel Álvarez, comunista y capitán de la marina mercante, condenado por una insensata acusación de espionaje. Cuando la esposa del general Jaláiev, al mando de todos los campos de la zona, decide organizar una “compañía de ópera”, valiéndose de los reclusos, Pedro tiene la suerte de ser reclutado. David Rabinóvich, amigo íntimo de Dmitri Shostakóvich y supuesto “enemigo del pueblo”, dirige la orquesta y luego acompaña al piano a Pedro en una selección de canciones españolas. No obstante, en breve el teatro se cierra y el malagueño debe bajar a la mina: “Los mejores días eran aquellos en que el termómetro marcaba menos de 30º bajo cero, porque en ellos no se trabajaba.” Afortunadamente, pronto vuelve a funcionar una “brigada de conciertos”, que servirá para que brote un romance con Vera Baroniétskaia, una cantante rusa también recluida en el campo. Este da lugar a múltiples peripecias más propias de un vodevil que de una crónica del Gulag.

Los años van pasando y en 1952 Cepeda es enviado a Karagandá (Kazajstán). Allí, en el campo 8, donde se les permite escuchar las emisiones de Radio Moscú, un día de marzo de 1953 les llega la noticia de que Stalin acaba de morir. Reúnen a los reclusos y el mayor Udódov, jefe del campo, se lo comunica entre lágrimas, pero tras unos segundos de silencio resuena un ¡¡Hurra!! atronador y más de ocho mil gorros echan a volar. Las condiciones de los presos mejoran algo mientras los acontecimientos se precipitan; en junio Lavrenti Beria es detenido y en septiembre Nikita Jruschov se encarama a la Secretaría General del CC del PCUS.

La vida continúa después sin mayores cambios, aunque un día se enteran de que habrá una Comisión de Revisión de Delitos Políticos para los presos de Karagandá. A principios de 1956, Pedro Cepeda trabaja de pintor-decorador en la nueva estación de tren, y cuando su nombre no figura en la lista de los que son llamados por la Comisión (el expediente se había traspapelado), trata de suicidarse con una ingestión masiva de Luminal (un barbitúrico). Logran salvarle la vida, y por fin aparece su expediente. El tribunal dictamina que su intento de fuga fue un asunto puramente político y decide ponerlo en libertad. Le hacen entrega del dossier con los documentos de la condena, que no se la había permitido leer. Conoce entonces la opinión de Dolores Ibárruri sobre su caso: “A gente como Cepeda habría que haberlo colgado en una farola de la calle Gorki”.

Con la libertad, llega en agosto la tragedia de los indecisos, los que no saben dónde ir o cómo serán recibidos. Pedro Cepeda, queda sin un rublo cuando le roban lo que le habían dado al salir del campo y vive de la generosidad de viejos compañeros de reclusión hasta que consigue trabajo de cantante en la sociedad filarmónica local. Sigue siendo en esta época el robacorazones de siempre y mientras Vera, recién liberada, lo reclama desde Minsk, él, inmovilizado en Karagandá,  comienza un hermoso idilio con Irina, otra excompañera de reclusión. Tras recorrer Kazajstán dando conciertos, a finales de 1958, casado con Irina, regresa a Moscú.

En la capital, la relación con Irina se complica, y Pedro ajusta cuentas en una tensa entrevista con Rosa, su primera mujer, por quien se siente traicionado, debido a su comportamiento durante su cautiverio.  Con ella vive el hijo de los dos, nacido en 1948, tras su detención. En una conversación con Pepe Barceló, militante comunista e hijo del coronel Luis Barceló, sabe que cientos de españoles, y entre ellos casi todos sus amigos, han sido repatriados hace unos pocos años. Esta noticia lo desmoraliza completamente. Mientras tramitan la posibilidad de residir en Moscú, Irina y Pedro se establecen en Stalinogorsk, a unas horas de la capital. Allí trabajan, ella como ingeniero y él de profesor de canto, y tienen una niña, Antonia, pero las relaciones de la pareja no marchan bien. Pronto Pedro conoce a una violinista quince años más joven que él (36-21), Svetlana, de la que se enamora perdidamente.

Pedro y Svetlana se casan en Moscú en 1960. Aunque él no es aceptado por la familia de ella al principio, poco a poco se los va ganando, trabaja de periodista y reanuda el contacto con su madre, que sigue en Málaga, mientras continúa inquebrantable batallando por que se le permita regresar a España, empeño difícil pues cuenta con la oposición de los dirigentes del PCE. Desesperado, un día se planta en la Lubianka, donde es recibido por el mismísimo Anastás Mikoyán (Ministro de Comercio), al que plantea la disyuntiva de que lo encierren otra vez o lo dejen volver a su país. Se le promete una revisión minuciosa de su expediente y al fin se le autoriza a regresar a España.

La pareja, con su primer hijo nacido en Moscú, se instala en Madrid en la primavera de 1966. Desgraciadamente los padres de Pedro ya habían muerto por entonces. Svetlana consigue un puesto en la orquesta de RTVE y él trabaja de traductor. Su hija Ana, la recopiladora del libro, nace en 1969. La familia lleva una vida tranquila en la que la música tiene un papel importante. Todos viajan en tren a Moscú en 1981, tras el fallecimiento de unos parientes de Svetlana. Pedro encuentra la ciudad igual y, con la fama de espía que arrastra, es vigilado continuamente. Regresan en avión a Madrid tras sufrir una interminable exploración de sus cuerpos y equipajes. Pedro Cepeda murió a causa de un infarto en Madrid el 8 de enero de 1984.

Personajes de la época hacen cameos en el libro. Valentín González “El Campesino” aparece en marzo de 1940 en Moscú, ya expulsado de la Academia Militar Frunze. Invita a merendar a Rafael y otros chicos y son amonestados por ponerse a hacerlo sentados al pie de una de las torres del Kremlin. Pedro conoce a Enrique Castro ese mismo año. Militaba aún en el PCE y le recrimina su falta de aplicación en los estudios. A lo largo del libro asistimos al fortalecimiento de su amistad y a los enfrentamientos de Enrique con Pasionaria y los dirigentes del PCE, hasta su salida de la URSS. Luis Abollado, también comunista, traductor y autor de un manual sobre literatura rusa moderna, es otro buen amigo de Pedro, y tiene una conversación con él cuando trabajaba en la embajada argentina en la que lo avisa del odio que están generando en las altas esferas su independencia, su desobediencia y sus detalles amistosos con disidentes como El Campesino o Enrique Castro.

El libro nos sorprende también con digresiones sobre la historia de Rusia o aspectos poco divulgados de la biografía de Stalin, como sus crisis cardiacas o sus relaciones con su hija Svetlana. Las reflexiones de Pedro Cepeda acerca del carácter de los rusos denotan una gran penetración. Así, en Karagandá sostiene en una tertulia con otros presos que la extraña docilidad y sumisión al poder que observa es debida a la falta de intimidad de una vida caracterizada por viviendas compartidas, hacinamiento y colas para todo. Piensa que en estas condiciones es mucho más difícil desarrollar un pensamiento independiente. El malagueño emerge del libro como un personaje complejo y fascinante: cantante de talento, eterno seductor, amigo fiel de sus amigos. Es notable también su incapacidad de renunciar a exponer una opinión o una crítica que le brota impulsiva en el pecho, con lo que no es descabellado afirmar que su estancia en la URSS estaba predestinada a ser lo que fue. Harina de otro costal recupera su vida extraordinaria y nos ofrece un vivo retrato de la sociedad soviética en la retaguardia de la Gran Guerra Patria y en la postguerra hasta después de la desaparición de Stalin.