Primera versión en Rebelión el 7 de junio de 2016

Francisco Fernández Buey en su prólogo a La caída del imperio del mal de Aleksandr Zinóviev, editado por Bellaterra en 1999 (trad. de Juan Vivanco), nos recuerda los datos esenciales de la biografía de este filósofo y novelista ruso. Nacido en 1922 en una familia obrera de la región de Kostromá, estudia Filosofía en Moscú, doctorándose en 1951 tras combatir en la Gran Guerra Patria. Después de la muerte de Stalin ingresa en el PCUS, pero al ver fracasar su intento de luchar desde dentro del sistema contra las secuelas del estalinismo se convierte en un disidente, mientras su campo de investigación se centra en la lógica y la metodología de la Ciencia. En 1977 se establece en Alemania y sólo regresará a Rusia en 1999. Aleksandr Zinóviev falleció en Moscú en 2006.

En Cumbres abismales (1976), su primera gran obra narrativa, Zinóviev impugna con ironía y sarcasmo la era del estalinismo y el brezhnevismo, y el mismo tono continúa en sus escritos posteriores hasta que la Perestroika y la subsiguiente desaparición de la URSS lo llevan a girar el punto de mira de su ojo crítico hacia la otra dirección, la de un capitalismo que se impone desencadenando una tragedia humana de proporciones colosales.

La caída del imperio del mal corresponde a este segundo período y comienza analizando el peculiar régimen nacido en Rusia en 1917, al que tanto sus partidarios como sus detractores coinciden en llamar “comunismo”, pero que dista claramente de merecer tal nombre por su autoritarismo y la pervivencia en él de desigualdades. El colapso del régimen feudal-imperial y capitalista con la revolución de Octubre dio lugar a un estado que reproducía llevadas a su extremo las relaciones sociales de dependencia existentes hasta entonces, y caracterizado por un poder centralizado y jerárquico, apoyado en adoctrinamiento y manipulación ideológica generalizadas. Era un sistema represivo, pero que acertaba a cubrir las necesidades fundamentales de los ciudadanos.

Zinóviev nos describe la sociedad soviética y el papel dinamizador del PCUS, compatible con su estructura vertical de poder, así como la transición hacia 1956 de un régimen personalista (estalinismo) a otro en el que es el propio partido el que asume el control del estado (brezhnevismo). Es a partir de 1985 cuando el final de este sistema propicia un regreso del autoritarismo más severo con modos mafiosos. La experiencia demuestra que estos pueden vestirse de “multipartidismo” y “elecciones libres”.

La destrucción de la URSS fue desde sus mismos orígenes un objetivo esencial para Occidente, y Zinóviev repasa los ataques, que culminan en la presión militar y la propaganda ideológica de la guerra fría. Esta última fue tan portentosamente eficaz como para provocar el colapso de la segunda superpotencia mundial en un tiempo récord, lo que evidencia la infinita superioridad del control ideológico de Occidente sobre el que existía en la URSS. Seducidos por una imagen edulcorada del capitalismo, los rusos entregaron su destino, sin apenas resistencia, a las mafias aliadas a sectores de las clases dirigentes que se apoderaron del país. Al mismo tiempo, la vieja y envilecida “moral comunista” saltaba por los aires, sobreviviendo sólo el inmoralismo más abyecto.

Ante este panorama, Zinóviev toma partido abiertamente por el fenecido “imperio del mal” (en expresión de Ronald Reagan), un organismo defectuoso, pero que funcionaba aceptablemente. Los problemas de la sociedad soviética eran notorios, pero sólo con la llegada al poder de Gorbachov en 1985 se desencadenó la crisis fatal. Sin ahorrar calificativos, Zinóviev nos presenta a este como el traidor que entregó Rusia a sus enemigos al emprender un programa de reformas que sólo lograron la paralización del país. En agosto de 1991, un intento de corregir la deriva catastrófica por parte de un grupo de altos cargos de la URSS fracasó por su blandura e indecisión, mientras el pueblo, sumido en un estado de confusión total era incapaz de ver sus verdaderos intereses. El paso siguiente fue la pugna entre Gorbachov y Yeltsin, que con el triunfo de este último llevó al fin de la Unión Soviética.

Todo se explica por el carácter ideológico de Occidente, un totalitarismo monetario con ropajes democráticos. La privatización de la economía rusa trajo consigo el enriquecimiento de una minoría mafiosa y la pauperización de grandes masas de población, y supuso un primer paso hacia la instauración en el país de una “democracia colonial” al servicio del capitalismo globalizado. El proceso es definido por Zinóviev como una “contrarrevolución criminal” en dos fases: traición política e ideológica (Gorbachov) y saqueo disfrazado de privatizaciones (Yeltsin). Fechado a comienzos de 1994, el libro termina con una crónica desesperada de los sucesos de octubre de 1993, cuando tras la orden de disolución del Soviet Supremo, los últimos resistentes fueron masacrados en las calles de Moscú.

La narración de lo ocurrido en Rusia entre 1985 y 1993 nos deja ver una demolición cuidadosamente controlada por Occidente de su enemigo histórico. Ese es el fondo del asunto, mientras unas marionetas gesticulan ante nosotros y un pueblo engañado es entregado inerme a sus verdugos. Zinóviev ve todo esto con angustia sin comprender que tanta traición y tanto crimen puedan ser posibles. Su opción es la identificación con el régimen destruido, pero mucho me temo que esa es una vía que no conduce a nada. Si la criatura enferma fue asesinada sin contemplaciones, lo mejor sería diagnosticar qué la hizo tan vulnerable, y ahí es donde sus primeras obras narrativas pueden sernos muy útiles.

Una cáustica síntesis del espíritu del libro podría ser la frase famosa que circulaba por las calles de Moscú en los años 90: “De todas las mentiras que nos contaron los comunistas había una que era verdad: el capitalismo es peor”.