Primera versión en Rebelión el 2 de febrero de 2017

Nacido en el sur de Polonia en 1866, Jan Vaclav Majaiski militó en sus años de estudiante en las filas del nacionalismo polaco, pero lo abandonó pronto por unas ideas socialistas e internacionalistas que lo llevaron al exilio en Siberia; recordemos que por entonces su país formaba parte del imperio ruso. Es en aquel destierro donde desarrolla plenamente su pensamiento, que pueden resumirse como una crítica de raíces marxistas de los movimientos socialistas en auge en el filo de los siglos XIX y XX, y expresa más que nada el miedo de que los intelectuales que los dirigen se conviertan tras la revolución en una nueva clase dominante y explotadora de los trabajadores manuales. La única solución a su juicio para este problema es que sean los propios obreros los que tomen el control y la dirección del proceso. La ciencia socialista, religión de intelectuales (Bardo ediciones, 2010) es el primer libro de Majaiski que ve la luz en castellano y contiene una selección de fragmentos de tres trabajos suyos que fue publicada en francés por Alexander Skirda en 1979. La traducción y la introducción corren a cargo del profesor de la universidad de Buenos Aires Luis Ernesto Sabini Fernández.

Los primeros textos recogidos provienen de “La ciencia socialista, nueva religión de los intelectuales”, fechado en 1905 y motivado por los acontecimientos revolucionarios de enero de ese año en San Petersburgo. Majaiski afirma que la supresión de la propiedad privada de los medios de producción no garantiza el fin de la explotación de la clase obrera, pues una nueva casta de técnicos y políticos tomará todo a su cargo para manejarlo en su beneficio. Debido a esto, el análisis de la historia que profetiza la liquidación del capitalismo destruido por sus propias contradicciones se le antoja un remedo de las prédicas religiosas que ofrecían la liberación en el otro mundo. También a los anarquistas hace objeto de sus críticas por su deriva sindicalista, que a su juicio muestra condescendencia con el orden burgués. A cualquier tipo de ideario reformista y de negociación, opone un retorno a la lucha revolucionaria de unas masas explotadas dispuestas a derribar a todas las clases dirigentes y asumir el destino en sus manos.

Los textos que siguen pertenecen a “La conspiración obrera”, un opúsculo de 1908 que insiste en las críticas anteriores del determinismo histórico y el reformismo. Según él, “toda la indignación moral contra la esclavitud, toda la rebeldía contra el mundo de la violencia y la mentira no desencadenan entre los obreros socialistas acciones, ni luchas, sino únicamente fe en un régimen futuro de justicia.” También denuncia el patriotismo de los socialdemócratas, que en poco tiempo se pondría rotundamente de manifiesto con el estallido de la Gran Guerra. Contra las tácticas gradualista defiende la preparación minuciosa de la huelga general revolucionaria, aunque plantea esta como un proceso económico de perfil difuso.

Los fragmentos de “La revolución obrera” que siguen tienen el interés especial de haber sido escritos en 1918, tras la revolución de Octubre. En ellos, Majaiski concede a los bolcheviques lo adecuado de su estrategia insurreccional, pero discute sin embargo que su dictadura sea, como ellos afirman, la del proletariado, señalando que es, más bien, la de una burocracia partidaria. Los titubeos que observa a la hora de tomar medidas para una expropiación definitiva de la burguesía se deben a su juicio a la resistencia de los intelectuales que controlan el partido a defender los derechos de los trabajadores manuales, eternos candidatos a la expoliación más brutal. La incautación de todas las empresas y la gestión por parte de comités de obreros es para él la única solución que garantiza el fin de la injusticia.

La obsesión de Majaiski por el peligro de que tras la revolución los proletarios encontraran una nueva clase explotadora en los intelectuales evidencia su agudeza y plantea un conflicto de dimensión universal que sólo ha de tener solución con mecanismos de gestión horizontales y democráticos en los procesos liberadores. Su preocupación era estrictamente pertinente en los años convulsos que inauguraban el siglo XX y sigue siéndolo hoy en los que abren la trocha del XXI. Jan Vaclav Majaiski murió de un infarto en 1926, mientras trabajaba de corrector en las imprentas del estado, y se libró probablemente con ello de una purga difícil de esquivar. Denostado e infravalorado en vida por los que llevaban el timón de la revolución, su figura llega hasta nosotras con el aura del que supo ver lo esencial que pocos vieron, y su voz continúa sonando como una advertencia insoslayable en cualquier intento de buscar vías practicables para el pensamiento emancipador de la izquierda.