Primera versión en Rebelión el 11 de marzo de 2015

Nacido en Letonia y profesor de historia en la Universidad de Toronto, Modris Eksteins (1943) se propone en La consagración de la primavera, libro subtitulado La Gran Guerra y el nacimiento de los tiempos modernos (Pre-Textos 2014, trad. de Fernando G. Corugedo), estudiar el impacto de la guerra de trincheras en la reconfiguración de la mente del hombre europeo. Con una selección de escenarios que van desde 1913 hasta el final de la II guerra mundial, el autor centra su análisis sobre todo en la psicología de los combatientes, la atmósfera de frustración moral generada por la contienda y la irrupción del nazismo como el más trágico de sus corolarios.

Abre la obra un capítulo sobre el estreno de La consagración de la primavera en París en mayo de 1913, y sus protagonistas: Serguéi Diáguilev (1872-1929), diletante en música y pintura, y ante todo empresario de talento, pero también comprometido temperamentalmente con un arte que habría de traer liberación y sorpresa, y encerraba algo de religión pagana y sensual; encontró en sus Ballets rusos, que revolucionaban Europa, el espectáculo total que andaba buscando. Váslav Nizhinski (1890-1950), pleno de gracia y brutalidad (Cocteau dixit), presto siempre a transgredir las normas de la danza al dictado de su genio; él es autor además de la difícil coreografía de la obra. Ígor Stravinski (1882-1971), consciente de su importancia ya y dispuesto a poner el mundo musical patas arriba, se inspira aquí en la implacable primavera rusa, delirio entre la vida y la muerte, y traduce en sonidos el asesinato ritual de una virgen. Pierre Monteux, enamorado de la partitura, dirigirá la orquesta. Revolucionarios todos en el campo de la moral y las costumbres, que no en el del orden social. La noche del estreno, los gritos e insultos, y también los aplausos, del público apenas dejaban que se oyera la música, disonante y estentórea, basada en la percusión, feroz y primitiva según Debussy. La coreografía eludía cualquier brillantez y los bailarines vagaban desconcertados sin una melodía que seguir. La crítica fue abrumadoramente negativa. La obra trae las marcas de la época: hostilidad hacia las formas clásicas, primitivismo, vitalismo e irracionalismo, con un culto a la muerte que preludia la carnicería que está próxima a desatarse.

La siguiente parada es Berlín, donde durante julio y los primeros días de agosto de 1914 arrecian manifestaciones populares de apoyo a la inminente conflagración. Algo tan fácilmente manipulable se interpreta en el libro como un desencadenante del conflicto ajeno a sus auténticos instigadores en la cúpula del poder. Se llega a decir que “ningún líder político hubiera podido resistir tanta presión popular a favor de una acción decisiva”, lo que pone al káiser casi como una inocente víctima de la ira belicosa de sus súbditos. Parece una visión excesivamente simplista. Alemania había sufrido una industrialización acelerada en las últimas décadas y se había convertido en una gran potencia en busca de “espacio vital”. La escolarización masiva, el desarrollo de centros de educación superior de calidad y el culto a la técnica fueron instrumentos clave en este progreso, en cuyo núcleo ideológico encontramos orgullo por la profundidad de la Kultur alemana, conquistadora del arte total en los dramas wagnerianos. La guerra se acepta como el signo de que el tiempo de Alemania ha llegado y el plan Schlieffen para la lucha en dos frentes (un golpe rápido a Francia a través de Bélgica que permitiera ir sin demora contra los rusos) tiene el preciosismo de un guion de Bayreuth. El “espíritu de agosto” supuso en Alemania una locura colectiva enaltecida por casi todas las lumbreras intelectuales; la sociedad quedó fusionada en el ideal de la victoria. La ofuscación siguió con una glorificación de la muerte mientras la guerra se prolongaba, y culminó tras la derrota en el mito de la “puñalada por la espalda”, que salvaba el honor.

Nos lleva luego el libro por los escenarios iniciales de la guerra: la rápida movilización de seis millones de hombres por toda Europa, la cadena de indecisiones y errores que hicieron fracasar el plan Schlieffen bajo la batuta de Moltke. La resistencia desesperada en el Marne e Ypres hizo que el fin de año llegara con más de medio millón de muertos en el frente occidental y un ominoso impasse. Las lluvias de aquel diciembre no se recordaban desde hacía mucho tiempo. A fin de mes, el espíritu navideño invadió las trincheras y hubo numerosos episodios de confraternización entre soldados británicos y alemanes, y también algunos, menos frecuentes, en el frente franco-alemán. Tal vez la tendencia de los británicos a estos comportamientos estuviera motivada por su pasión por el deporte, que les hacía ver la guerra como una modalidad sangrienta de fútbol o cricket. Según el conflicto se fue prolongando, este tipo de sucesos, reprimidos y silenciados generalmente en la prensa, dejaron de producirse. Se pasa revista después a las mentiras propagandísticas y la censura en la correspondencia.

El desarrollo de la artillería resulta asombrosamente letal. El “Gran Bertha” alemán dispara obuses que pesan más de una tonelada, pero franceses y británicos no le van demasiado a la zaga. Los cañoneos incesantes crean paisajes lunares, y llega luego el gas asfixiante, usado por primera vez por los alemanes, a llevarse a los supervivientes. Los asaltos son matanzas que raramente alcanzan sus objetivos. Con alambradas y ametralladoras, el defensor está siempre en ventaja sobre el atacante. Así va progresando la guerra con carnicerías cada vez más espantosas y grandes batallas en las que los muertos se cuentan por cientos de miles. En las trincheras, además, la plaga de pulgas, piojos y ratas es insufrible. El libro recoge datos y testimonios que muestran el rostro más violento y enloquecido de la guerra: destrucción de vidas humanas, pero también de la biblioteca de Lovaina o la catedral de Reims por el furor teutonicus en acción, que se manifiesta en innovaciones en armamento y táctica: gas, lanzallamas o ataques con submarinos contra barcos de línea.

Eksteins nos describe la “psicología de las trincheras”, un estado de embotamiento y apatía que permite a los hombres soportar lo insoportable. Sumidos en sus rutinas, nada se preguntan y nada saben, aguardando sólo la ejecución de la condena que pesa sobre ellos. Los casos de insubordinación son muy escasos y el frente sólo se viene abajo en Rusia, donde hay tropas menos “educadas”, sometidas a condiciones aún más duras. La movilización había arrancado con una invocación del “deber” para con la patria, pero con el estancamiento de las líneas todo se sumerge en un automatismo sin emociones, en el que brilla sólo el espíritu de resistencia. La moral burguesa aporta a los combatientes un sentido del decoro que los anima a aguantar con coraje todas las penalidades. En las visitas a la retaguardia los soldados descubren un abismo que los separa de los que no pueden comprender porque no han visto. Los supervivientes quedan marcados para siempre.

Los intelectuales reaccionan de diversas maneras ante la guerra: compromiso patriótico, admiración por la estética brutal que se impone o la trascendencia histórica del momento, nihilismo dadaísta. Pocos son los que se horrorizan sinceramente y tratan de hacer algo positivo por detener la carnicería o mitigar sus efectos. En muchos casos la crueldad de lo cotidiano lleva a los creadores a rehuir las formas clásicas y ahondar en las experiencias vanguardistas previas al conflicto; incluso en Gran Bretaña se aprecia esto.

El siguiente capítulo se dedica a uno de los acontecimientos que más expectación despertaron en el período de entreguerras: el vuelo de Lindbergh sobre el Atlántico en mayo de 1927. ¿Cuál fue la razón de la histeria colectiva que la hazaña fue capaz de desencadenar en las masas? Para Eksteins, el final de la guerra había producido una situación de abulia y desesperanza generalizadas y un auge del hedonismo; se percibía la bancarrota del viejo orden y la izquierda ganaba terreno por todas partes, con lo que la política se polarizaba. En este contexto, el vuelo épico de Lindbergh se convierte en un símbolo de superación y éxito para aquel mundo enfermo, algo puramente individual, ajeno a cualquier dimensión social. El estímulo llega de una América que pasa a ser referencia y donde se atisba el futuro, aunque no faltan ya voces que señalan la simpleza intelectual y el egoísmo feroz.

Dos años después de la gesta del muchacho norteamericano la publicación de Sin novedad en el frente de Erich Maria Remarque supuso otra sacudida, un éxito sin precedentes en la historia de la edición. Nacido en 1898 en una familia alemana católica de clase media, Remarque fue soldado en la Gran Guerra, aunque su experiencia de combate no parece ser que fuera tan amplia como da a entender en la obra. Tras el armisticio, consiguió un título de maestro, pero terminó dedicado al periodismo y publicando un par de novelas sentimentales bastante flojas. La que lo catapulta a la fama es otra cosa, un relato brutalmente realista escrito en primera persona con frases cortas y afiladas; narra cómo la guerra aniquila inexorable uno tras otro a un grupo de amigos, pero nos sumerge sobre todo en la miseria moral de una destrucción sin sentido y se convierte así en la denuncia de la angustia y el desarraigo de la generación minada psicológicamente por su paso por el frente. Los historiadores se revelan incapaces de explicar lo que ha ocurrido y sólo artistas y literatos expresan su locura, pero ello supone el fin de los sueños felices y el ideal de progreso, el alba de un nuevo irracionalismo.

El último capítulo está dedicado al ascenso y caída de Adolf Hitler, un pintor fracasado en su juventud que recibe con entusiasmo, como muchos, el estallido de la Gran Guerra y parte en seguida hacia el frente, donde es herido dos veces y gana tres condecoraciones por su valor. Eksteins defiende que es de su experiencia de aquellos años de donde extrae la inspiración para la sociedad que se propone forjar. Su principio rector es que cualquier violencia está justificada en la autoafirmación patriótica. No podía aceptar el final impuesto en 1918 y predica el regreso al espíritu de las trincheras. Con la crisis económica de 1929 y 1930, muchos buscan refugio en su nacionalismo mesiánico y en enero de 1933 es nombrado canciller. El nazismo era pura subjetividad, emoción y espectáculo, culto de la acción, una forma brutal de arte creada por un artista frustrado. Sin embargo, esto no debe hacernos olvidar el amplio apoyo al régimen entre académicos e intelectuales. Cuando llegó 1939, gran parte del país asumió resignadamente la necesidad de prolongar la lucha “por la supervivencia de Alemania” con una nueva guerra, la definitiva revancha.

Tal vez lo más valioso del libro sea la recopilación de testimonios y el análisis que aporta en sus capítulos centrales sobre la vida en las trincheras y la psicología de los que la sufrieron. Quedan de manifiesto en estas páginas los sentimientos y estrategias que puede desarrollar el ser humano ante el horror: patriotismo obcecado, recurso a la religión, escalofriante ironía o embotamiento autista, lo más común. Aprendemos también que algunos de aquellos hombres alcanzaron a ver el significado de la plaga que los aniquiló y adivinaron el mundo, tecnificado y roto, de después. Los capítulos que siguen analizan consecuencias del conflicto, y de este modo, la reacción en Europa ante la proeza de Lindbergh o el éxito de la novela de Remarque Sin novedad en el frente se interpretan como síntomas del estado mental que creó. El programa de Adolf Hitler y su triunfo en Alemania resultan al fin el mayor desastre gestado por una guerra que aunó alienación y tecnología para crear escenarios de destrucción desconocidos en la historia.