Primera versión en Rebelión el 29 de noviembre de 2023

Lamentablemente la guerra no tiene mala prensa. Los maestros pensadores no es raro que la justifiquen, o incluso alaben, como inevitable, partera de la historia o yunque en el que se forjan las naciones, y de ahí llega a las masas un espíritu de aceptación difícil de contrarrestar. Del otro lado, el pacifismo radical tiene también sus sabios y sus doctrinas, de Buda a Gandhi, pero se revela dolorosa y manifiestamente impotente contra la furia desatada de un Gengis Kan o un Hitler.

Los argumentos bien encaminados son necesarios para salir del atolladero, pero es cierto también que el arte puede ayudar enormemente. Otto Dix, combatiente en la Gran Guerra, volvió de ella con mucho que contar y afortunadamente tuvo tiempo para hacerlo de la forma que mejor sabía. La guerra, serie de grabados que publicó en 1924 y que Dirección única acaba de reeditar, tienen la virtud de situarnos sin contemplaciones frente al monstruo y hacernos ver que la violencia bélica constituye una deserción sin paliativos de la condición humana. Los dibujos vienen con una iluminadora introducción de Falconetti Peña.

Un artista ante el horror

Otto Dix nació en 1891 en Turingia, en una familia obrera apasionada por el arte, y muy pronto comenzó su formación como dibujante y pintor. Reclutado en 1914, luchó en varios frentes de la Gran Guerra, alcanzó el grado de suboficial y fue condecorado. Su entusiasmo patriótico inicial lo llevó a autorretratarse como Marte en 1915, pero lo cierto es que sus experiencias en las trincheras van a quedar reflejadas en toda su obra como una impactante denuncia de la pesadilla vivida. Dos trabajos titulados La Guerra, el ciclo de 50 grabados de 1924 aquí reseñado, y un tríptico de 1932, son lo más característico en este sentido. Dos cuadros antibelicistas que dieron mucho que hablar: Lisiados de guerra, de 1920, y La trinchera, de 1923, desgraciadamente se perdieron en las conflagraciones posteriores.

Con la toma del poder por los nazis, Dix fue expulsado de la cátedra de pintura que ocupaba en Dresde desde 1927, y optó por un exilio interior. Siguió trabajando, sufriendo en silencio las humillaciones de los nazis que confiscaban sus obras como paradigma de “arte degenerado”. Reclutado otra vez en 1945, pasó pronto a ser prisionero de guerra en Francia. En la postguerra sentía su arte ajeno tanto al realismo que imperaba en la RDA como a la abstracción dominante en la RFA, pero fue ampliamente reconocido y valorado en ambas repúblicas hasta su fallecimiento en 1969.

Las misiones del arte

La salvaje experiencia que le tocó vivir a Otto Dix, justificada socialmente en los altares del patriotismo, le hizo dedicar todo el potencial de su genio a despertar la conciencia de sus semejantes, aletargada ante un crimen horrendo. Quedaba de esta forma atrás la concepción del arte como un entretenimiento trascendente al servicio del ocio burgués y sus deseos de belleza. Aunque los primeros cuadros de Dix están muy influidos por el expresionismo, lo característico en su etapa de madurez postbélica es un rechazo de los excesos de experimentación y subjetivismo que veía en este estilo y un compromiso sólido con la realidad, aunque sin renunciar a la deformación y la caricatura.

El movimiento en el que Otto Dix se encuadra es La nueva objetividad (Neue Sachlichkeit), en cuya ala socialmente más radical militaba también George Grosz, aunque éste desplegaba un mensaje más manifiestamente crítico con la clase dominante. En ambos, un realismo exaltado distorsiona y enfatiza lo feo, porque su objetivo es sacar a la luz todo el horror de lo que el patriotismo se permite adornar de connotaciones sublimes. En una entrevista en 1964, Dix declaró cuál era su meta con estas obras: “Quería describir de forma muy sencilla, casi en términos de reportaje, mis experiencias de los años 1914 a 1918 de forma objetiva y demostrar que el verdadero heroísmo humano consiste en superar la muerte sin sentido. Así que no quería provocar miedo y pánico, sino transmitir conocimiento de lo terrible que es una guerra y así despertar fuerzas de defensa frente a ella.”

Los grabados de La guerra (1924)

Se dice que la idea de realizar estos dibujos le vino a Otto Dix tras visitar en Basilea una exposición de los Desastres de Goya. Ciertamente hay en La guerra ecos del aragonés y la inspiración es evidente en algunas láminas, pero la mayor diferencia tal vez sea una tendencia, que no se encuentra en éste, a ofrecer primeros planos que nos sumergen en la tragedia. La serie se compone de cincuenta grabados, agrupados en cinco carpetas. Uno de ellos, que representa la violación de una monja, fue retirado de la edición original y sustituido, pero en la reimpresión reseñada se incluye también. Las técnicas usadas fueron aguatinta, aguafuerte y tinta seca sobre planchas de zinc, y la obra apareció conmemorando los diez años del comienzo de la Gran Guerra. En 1924 se publicó además una tirada resumida y a bajo precio de los dibujos con un prólogo de Henry Barbusse, recogido por Dirección única.

“Es imposible exagerar la guerra. Ni siquiera se puede captar completamente su horror,” señala Henry Barbusse en su prólogo. Otto Dix, que vivió la experiencia al límite, se esfuerza en transmitírnosla y ciertamente lo consigue. La trinchera es una sucursal del infierno y él la ilumina con un detalle que denuncia al que jamás podrá librarse de su experiencia allí. Los cadáveres y sus fragmentos, en cualquier estado de descomposición, son una presencia constante, pero aún más terribles son los moribundos con heridas atroces, o los que han sobrevivido desfigurados o han enloquecido y deambulan contemplándolo todo con una mueca deforme. Los condenados no dejan de buscar sus vías de escape, y no faltan visiones de los que se arrastran por el suelo borrachos en una cantina o se estimulan con un sexo que sólo puede ser mercenario o violento.

El ser humano ha renunciado a su humanidad en este universo y quien apuñala a un centinela puede hacerlo con una sonrisa demente. Se reproducen también paisajes lunares con cráteres y restos de destrucción, y ciudades bombardeadas. Una de las láminas más conocidas, mostrada en la portada en esta edición, representa a tropas de choque avanzando con máscaras antigás, monstruos grotescos dispuestos a morir y matar. En todos los grabados, el compromiso más profundo de su autor es con la transmisión de las visiones obsesivas que pueblan su mente, por lo que se esfuerza en un realismo veraz y poderoso, atento a lo que es necesario reflejar en toda su crudeza. Es por esto que el tenebrismo es un instrumento útil en las escenas más impactantes y violentas, mientras que un dibujo minucioso, de trazo fino, sirve para plasmar convincentemente los grupos humanos en momentos más distendidos. Cada grabado lleva un pequeño texto al pie que simplemente informa del hecho y el lugar, y se rehúyen los comentarios moralizantes que encontramos, por ejemplo, en los Desastres de Goya.

Sucede algo terrible con la guerra. Los artistas del pasado han sido capaces, repetidas veces, de exponérnosla en detalle y demostrarnos que no hay nada más necesario para los humanos que combatirla y expulsarla de la superficie de la tierra. Sin embargo, cuando ya creíamos que todo estaba meridianamente claro, nos vemos una y otra vez impotentes ante el regreso de sus estigmas de destrucción y muerte. Y sobran siempre disculpas a los canallas para justificar los asesinatos de inocentes y vestir la masacre con atuendos patrióticos y sensatos.

Otto Dix, que sufrió en su carne la tragedia, nos ofrece con esta colección de grabados razones poderosas para oponernos a cualquier guerra, y nos demuestra una vez más que nuestra única defensa ante el horror es un grito de arte y conciencia capaz de promover un levantamiento contra los que eternizan la ignominia.