Primera versión en Rebelión el 25 de octubre de 2023

Los pocos años de vida que los hados concedieron a Simone Weil fueron concienzudamente aprovechados en una indagación filosófica sobre el sentido y las expectativas de lo humano, que no excluyó nunca un duro compromiso con la realidad más real. Sus numerosos textos, en los que aflora a la par su inquietud mística y su empatía con el dolor ajeno, elaboran una síntesis original del pensamiento platónico y el mensaje del evangelio, perfectamente ajustada a los desvelos del presente.

Muchos de los trabajos de Weil han sido publicados en castellano por Trotta, entre ellos La Ilíada o el poema de la fuerza, en 2023, una penetrante reflexión que identifica este poema como la gran epopeya de Occidente, reveladora de nuestra amarga cautividad en un abismo de violencia. Se trata de un breve opúsculo que había sido incluido en volúmenes anteriores, con traducción y notas de Agustín López y María Tabuyo, y se ofrece ahora de manera independiente en el librito recién aparecido. Éste recoge también fragmentos sobre la guerra y la fuerza extraídos de los Cuadernos de Weil, con traducción y notas de Carlos Ortega.

La vida como mensaje

Nacida en 1909 en París en una familia judía, laica e intelectual, con veintidós años Simone Weil se graduó en filosofía en la Escuela Normal Superior y fue nombrada profesora del liceo de Puy-en-Velay. Un principio que gobernó su vida, ya desde niña cuando le llegaban noticias de la Gran Guerra, fue tratar de remediar en la medida de sus posibilidades el sufrimiento provocado a los más débiles en la jungla en que veía convertida la sociedad. Fiel a esta idea, al declararse una huelga en Puy, ella fijó su mínimo vital en el subsidio de los trabajadores desempleados y repartía el resto para ayudarles. No contenta con ello, y a fin de identificarse más plenamente con los explotados, en 1934 y 1935 pidió la excedencia y se empleó en la factoría Renault, donde afirmó haber sentido en su piel “la marca del esclavo”.

Esta sensibilidad ante la desgracia de los otros iba acompañada en el caso de Weil de una reflexión sobre el origen de las calamidades que observaba en términos económicos y de estructura social. Daba clases gratuitas a obreros y refugiados, y desde un pacifismo radical que sólo abandonará cuando comience la II Guerra Mundial, defendía políticas reformistas que permitieran aumentar la educación de las masas y afrontar una revolución auténticamente exitosa. Al estallar la Guerra Civil Española, se alistó en la Columna Durruti, pero nunca hizo uso de armas. Aceptaba la opción de morir, pero no la de dar muerte, y trató de detener sin éxito ejecuciones de elementos facciosos, lo que le generó una enorme frustración.

Durante la II Guerra Mundial, Simone Weil trabajó como campesina en el sur de Francia, de nuevo renunciando a lo “excesivo” de sus ingresos, que destinaba en este caso a la Resistencia. A finales de 1942 se estableció en Londres y trató de que se le encomendaran misiones en su país, pero en el entorno de De Gaulle se rechazó esta posibilidad por su condición de judía, que hacía difícil la supervivencia si era detenida. Además, en estos días la mala alimentación estaba haciendo estragos en la frágil constitución de Simone. Se le diagnosticó tuberculosis y en agosto de 1943 un infarto acabó con su vida. La mayor parte de su obra fue publicada después de su muerte.

Mística salvaje en maceta cristiana

La sensibilidad social y empatía de Simone Weil están vivas desde sus primeros años, pero sólo en la década de los 30 su pensamiento alcanzó la dimensión espiritual característica de su última etapa. Educada en un ambiente laico, poco significaban para ella los dogmas y rituales de la religión, pero algunas experiencias van a cambiar esto completamente. En 1935, escucha himnos de una tristeza desgarradora en una iglesia portuguesa, que la llevan al convencimiento de que “El cristianismo es la religión de los esclavos”. Dos años después, en Asís, tuvo una vivencia que describió así: “Estando sola en la pequeña capilla románica de Santa María de los Ángeles, incomparable maravilla de pureza, donde San Francisco oró muchas veces, algo más fuerte que yo me obligó, por primera vez en mi vida, a arrodillarme”. Por fin, en 1938, en un momento de intenso dolor físico, mientras lee un poema de George Herbert, experimenta una presencia de Cristo que define como: “Más personal, más segura, más real que la de un ser humano, inaccesible a los sentidos, (…) análoga al amor que brilla a través de la sonrisa más tierna de un ser querido.”

Estas genuinas experiencias místicas, fruto de la aguda sensibilidad de nuestra filósofa y de su anhelo de trascendencia, son plantas salvajes que podrían haber brotado en cualquier ambiente propicio, pero el caso es que nacieron con una impronta cristiana y esto va a marcar el resto de la vida de quien las experimentó. Puede decirse que estas vivencias significaron una “conversión al cristianismo”, con lo que el libre espíritu que hasta entonces había caracterizado a Simone Weil, quedó a partir de aquí sustituido por una relación tensa y conflictiva con la doctrina católica.

El intento de encauzar el misticismo de Weil en moldes cristianos termina al fin en proposiciones que desde la ortodoxia se ven como heréticas o cismáticas. Desaprueba ella, por ejemplo, el espíritu que inspira el Antiguo Testamento, con su cruel deidad tribal, lo que tiene doble mérito, dado su origen judío. Igual repudio le merecen las estructuras eclesiales, tan marcadas a lo largo de su historia por intransigencia, misoginia y fanatismo dogmático. Por otro lado, explicar la presencia del mal en la obra de un ser infinitamente bueno y todopoderoso, nada menos, obliga a Weil a recurrir al malabarismo de un dios “ausente de la creación”. En cualquier caso, resulta un progreso que la misma institución que en otro tiempo, ante estas disidencias, hubiera condenado a la indócil a la hoguera, se limite ahora a expresar su rechazo, sin dejar de celebrar que una lúcida pensadora se haya convertido a su fe, aunque sea a su manera.

No es éste el momento de detenerse en la filosofía de nuestra autora, pero es interesante subrayar que a través de ella sigue brillando un empeño humanista en conceptos muy sugestivos, como el  de “enraizamiento”, desarrollado en un texto publicado póstumamente en 1949 por Albert Camus. En este trabajo, Weil ofrece una ética y una teoría social que abordan todos los aspectos vitales de la existencia, define cuidadosamente las necesidades del ser humano y argumenta cómo la negación de éstas crea una situación de desarraigo que debe ser corregida por la reflexión, la educación y la acción política. La moral burguesa y sus instrumentos, estado y dinero, nos han alienado, y según Weil hemos de hallar la forma de enraizarnos en nuestra esencia verdadera, espiritual y solidaria.

Una lectura de los clásicos griegos

Simone Weil era una helenista aguda y original, ferviente admiradora de Pitágoras y Platón, a los que trataba de conciliar con el cristianismo de los evangelios. A través de sus experiencias como obrera, sintió en su carne la impotencia de la voluntad y eso la llevó a una lectura de los trágicos griegos en la que capta la dignidad infinita que puede cobijar un ser pisoteado por los hados. Personajes como Antígona o Electra nos muestran la posibilidad de un amor sobrenatural, que revela la grandeza humana, “impotente para alcanzar el bien, pero irreductible en su amor a él.”

El trabajo sobre la Ilíada aquí reseñado fue publicado en 1940 y 1941, aunque existían borradores desde 1938. En él Weil, intercalando fragmentos del poema en su propia traducción,  reflexiona sobre el significado de la fuerza que se impone al ser humano y llega a hacer de él un despojo o un esclavo, privado de vida interior. Sin embargo, es importante reconocer que el estigma de esta violencia doblega a todos, incluso a los reyes y al divino Aquiles. Por otro lado, la idea más dolorosa es que son los propios humanos en su locura el brazo ejecutor de la fuerza. A veces son capaces de palabras razonables, pero éstas caen en el vacío, y triunfan la ira y la venganza.“El guerrero no es más que una conciencia sin espíritu, un alma muerta.”

Se recorren también los escasos momentos en que afloran en el poema la hospitalidad y el amor, de camaradas, hijos, padres y esposos, pero para Weil estos estímulos positivos son amenazados siempre por el imperio de la fuerza y sólo pueden ser experimentados “dolorosamente”.  Ella cree que “Esta subordinación es la misma en todos los mortales, aunque el alma la lleve de manera diferente según el grado de su virtud.” Su conclusión es que esta visión caracteriza la Ilíada como la única epopeya de Occidente, sólo continuada en las tragedias de Esquilo y Sófocles y en el evangelio. Gracias a estos textos alcanzamos una sabiduría luminosa: “No es posible amar y ser justo más que si se comprende el espíritu de la fuerza y se aprende a no respetarlo.”

La obra finaliza con un rápido repaso de la historia de Occidente para comprobar la ausencia generalizada en ella del impulso que se acaba de exponer. Algo se aprecia de él en Villon, Shakespeare, Cervantes o Molière, pero según Weil, Europa recuperará sólo el genio épico cuando aprenda a “no creer nada al abrigo de la suerte, no admirar nunca la fuerza, no odiar a los enemigos y no despreciar a los desdichados,” lo cual según ella es dudoso que suceda pronto.

Si pensamos la vida, y la literatura, no como un soliloquio narcisista, sino como el empeño de crear solidaridad que nos haga felices en los otros, la biografía, y la obra, de Simone Weil, son el mejor ejemplo de que tal empeño encarna en ocasiones en el mundo. En esta mujer, los argumentos y las emociones, los compromisos terrenos y los gozos del espíritu atienden a un fin único que no es otro que la justificación y la construcción de una sociedad donde el ser humano se libere del imperio de la fuerza que lo tiene postrado. Su lúcido trabajo sobre la Ilíada nos revela la genialidad de este poema en el retrato de esta desolación que tortura la historia desde sus comienzos.