Primera versión en Rebelión el 5 de julio de 2016

Norman Bethune, médico vocacional y rojo por convicción, dejó muestras de su talento innegable para la literatura o la pintura, pero es su propia vida sobre todo, desmesurada y heroica, la que nos mira desde la masacrada primera mitad del siglo XX con los atributos de una perfecta obra de arte. Él fue sin duda uno de los pocos que se consagran en cuerpo y alma a construir una existencia que señale un sentido y merezca por ello ser vivida. Pipas de calabaza presentó en 2012, con introducción y traducción de Natalia Fernández Díaz, una recopilación de sus escritos, ventana fascinante para asomarnos al vértigo de su vida.

Nacido en Gravenhurst, una pequeña ciudad de Ontario (Canadá) en 1890, con ancestros presbiterianos y escoceses, Norman Bethune descubrió muy pronto que no estaba hecho para la rigidez del culto a un dios lejano que se imponía en su entorno familiar, sino para la llama viva de la solidaridad. Así fue alternando la alfabetización de inmigrantes con estudios de medicina, hasta que a finales de 1914 se alista como camillero voluntario y es destinado al frente belga de la Primera guerra mundial. Herido en la II batalla de Yprès en 1915 y devuelto a casa inútil para el servicio, consigue al fin terminar la carrera.

Vive luego en Gran Bretaña, y en Edimburgo conoce a Frances Campbell Penney, grande y atormentado amor de su vida, con la que contraerá matrimonio un par de veces, en 1923 y 1929. La copiosa correspondencia entre ellos evidencia, para los que la han escudriñado, las dificultades de Norman en las relaciones de pareja. De nuevo en Norteamérica, es diagnosticado de tuberculosis en 1926. Se concentra entonces en lograr una mejora de los tratamientos existentes y, tras curarse, decide dedicar su vida a la cirugía torácica. Comprobar los estragos de la enfermedad entre los más pobres contribuirá a agudizar su conciencia social, y a mediados de los años 30 se afilia al Partido Comunista. Es por entonces un reputado médico y profesor de cirugía.

La Guerra Civil atrae a Norman a España en 1936, y aquí deja constancia de su entrega como médico y organizador, y también de su inmoderada afición al alcohol y las aristas de su carácter. El siguiente destino que elige será China en plena invasión japonesa, y allí consigue hacer funcionar un hospital que no tarda en ser bombardeado. Exceso de trabajo y duras condiciones lo ponen al borde de la extenuación cuando en noviembre de 1939 durante una operación contrae una septicemia que lo lleva en unos días a la tumba. Su última preocupación fue gestionar una ayuda económica para su ex mujer.

Figura venerada en China desde su heroica muerte, la recuperación de su memoria en Occidente ha de esperar a la edición en Canadá a comienzos de los años 70 de tres de sus escritos fundamentales con el título de Las heridas. El primero de ellos es “Charla sobre la medicina socializada”, una reivindicación de un sistema público de salud que ponga las artes de curar al servicio de los que las necesiten y haga que dejen de ser un negocio más en la jungla capitalista. Sigue “La carretera de Málaga”, narración  de su experiencia tras la caída de esta ciudad en poder de los fascistas, cuando su viaje al frente con un camión de la Unidad Canadiense de Transfusiones se topa con la avalancha de los que huyen desesperados y, entre escenas de desolación, decide utilizar el vehículo para evacuar a niños y enfermos hasta Almería.

“Heridas”, tercer fragmento recogido, nos acerca a sus vivencias como cirujano en China; visiones de cuerpos rotos cuyas llagas ha de curar, cuyo dolor ha de aplacar, y añade una reflexión obligada sobre las causas del desastre: obreros japoneses y obreros chinos masacrándose por las añagazas del patriotismo y el imperialismo, el ansia de dividendos. La versión de Pipas de calabaza no incluye el discurso fúnebre de Mao que servía de epílogo a la edición inglesa, pero incorpora algunos otros textos de Bethune: un poema, reflexiones y apuntes de sus diferentes etapas.

En los años 70 el gobierno chino, en pleno proceso de apertura hacia Occidente, regaló al canadiense una estatua de Norman Bethune que aún puede verse hoy ornando un cruce en la ciudad de Montreal. De esta manera y en beneficio de las relaciones internacionales, quien odiaba los formalismos y sólo quiso ser gasa que alivia el sufrimiento y clarín que denuncia a quien lo causa quedó condenado a contemplar el mundo desde alto pedestal veinticuatro horas cada día con la mirada absorta de los muertos.