Primera versión en Rebelión el 18 de julio de 2018

El recuerdo del holocausto franquista permanece vivo en muchos rincones de Asturias como una memoria soterrada que se va perdiendo, inevitablemente, con el fallecimiento de los que lo sufrieron. Mi infancia en el franquismo (Tiraña, Asturies, 1938) de Enesida García Suárez, que acaba de editar en Oviedo Cambalache con un epílogo de Yerba Segura Suárez, nos acerca a una terrible historia de aquel tiempo. Enesida fue una de las víctimas de la represión que se produjo en el campo asturiano, pero tuvieron que pasar cuarenta años para que se decidiera a poner por escrito los recuerdos de lo sucedido por entonces. Lo hizo de su puño y letra en un cuaderno escolar cuyas páginas son reproducidas en el libro de Cambalache. Sobrecoge la lectura de este documento, que transmite el dolor y la desesperación de la niña con las palabras de la mujer.

Enesida nos cuenta la historia de una familia como tantas otras en aquella maldita posguerra. La componen padre y madre, tres hijas: Isabel de diecisiete años, Enesida de once y Ovilia de ocho, más Tino, el pequeñín, de tres. Viven en la parroquia de Tiraña (Llaviana), donde cultivan la tierra y poseen algunos animales; el padre además trabaja en la mina. El crimen de todos ellos será tener familiares entre los últimos combatientes republicanos que se esconden en el monte, a los que los vencedores persiguen con saña; no habrá piedad para nadie en quien recaiga la más mínima sospecha de prestar cualquier ayuda a los “fugaos”. En abril de 1938, en la capital de la parroquia se elabora una lista de personas que son detenidas en breve. Doce fueron fusiladas en al cementerio, entre ellos Celestino García, padre de Enesida. A su madre, Virginia Suárez, la habían masacrado horas antes. Los trece cadáveres fueron a una fosa común.

Cuando sus padres son asesinados, las hermanas salen adelante apoyadas en Isabel, la mayor, que cada poco es arrestada. Enesida marcha en busca de trabajo con una amiga de su edad y lo encuentra cerca de Villaviciosa. Por la comida y poco más sirve allí año y pico. Luego va con los abuelos maternos. La familia se ha separado. El 1 de septiembre de 1942, a Isabel se la llevan por última vez. Se la acusa falsamente de tener guardada una pistola, pero las torturas sufridas la empujan a reconocerlo para ganar unas horas y suicidarse poniéndose al tren. El relato de Enesida concluye con recuerdos de las visitas de sus tíos fugados: Silvio, muerto poco después de las heridas recibidas en una emboscada, y Fidel, que logró sobrevivir a varios años de cárcel.

El documento es estremecedor, pero tal vez lo es más la larga impunidad que sucedió a los crímenes descritos. Varias generaciones fueron obligadas a soportar la infamia de no poder honrar públicamente a sus muertos, mártires de una lucha perdida por la libertad, en una época en la que los asesinos dominaban vidas y haciendas e imponían su versión de lo ocurrido. Recuperada la democracia, o al menos un remedo de ella, a partir de 1978 los familiares de los fusilados comenzaron a celebrar cada 1 de noviembre en el cementerio un pequeño acto de cariño y homenaje, que con el tiempo dio lugar a la constitución de la Asociación de familiares y amigos de la fosa común de Tiraña en 2014. Resultaba un deber dar a las víctimas el reconocimiento que merecían, y esta vez se consiguió. La edición de Mi infancia en el franquismo (Tiraña, Asturies, 1938) de Enesida García Suárez, que incluye como decíamos una copia del manuscrito original de la autora, y también algunas fotografías familiares, es otra noble iniciativa para que el sufrimiento de los inocentes no caiga en el olvido.