Primera versión en Rebelión el 4 de octubre de 2023

La compasión por los animales que más se parecen a nosotros es un sentimiento común entre los humanos, y su base es sin duda la evidencia de que estos seres sufren, sólo cuestionable desde abismos de estupidez ensimismada adornada de pseudoreflexión torticera. Solemos sin embargo hacer una excepción en esta piedad con los animales que sabemos que son sacrificados a mansalva en laboratorios e industrias farmacéuticas. El fin superior de experimentar para mejorar nuestra salud parece que lo justifica todo, pero ¿no deberían existir y aplicarse a rajatabla protocolos que evitaran sufrimientos innecesarios a estos desdichados seres? La realidad es que casi nada se divulga de lo que sucede en esas instituciones, lo que es enormemente preocupante.

Consciente de estas cuestiones, la filósofa y ensayista francesa Audrey Jougla (1985), muy comprometida con los derechos de los animales, realizó una amplia investigación al respecto que cristalizó en 2015 en la edición original francesa del libro que reseñamos. La versión castellana de Julieta Campos: Profesión: Animal “de” laboratorio, acaba de ser publicada por Ochodoscuatro, en cuya web es posible descargar el pdf de la obra. La preposición entrecomillada del título trata de resaltar lo impropio de la frase habitual “animal de laboratorio”, que parece señalar pertenencia, cuando sería más adecuado hablar de “animal en laboratorio”.

Jougla se declara influida por el pensamiento del filósofo australiano Peter Singer, quien con Liberación animal (1975) contribuyó a popularizar la reflexión sobre los derechos de los animales. Respecto a los experimentos con éstos, este autor considera con un argumento utilitarista que la estrategia puede ser aceptable si los beneficios, en mejora de tratamientos médicos por ejemplo, superan el daño causado.

Algunas estadísticas pueden servir para iluminar el panorama. Cada año se utilizan cerca de 12 millones de animales para experimentos en la Unión Europea, entre los que hay muchos roedores pero también un amplio abanico de especies, de pulpos a monos. De los últimos existen en Europa ocho criaderos para atender la demanda. Según un reporte de la Comisión Europea, un 46,1 % de los experimentos tiene como objetivo establecer “estudios de biología fundamental”, y los ensayos con miras a la producción y al control de calidad de medicamentos movilizan un exiguo 13, 9 % del total de animales. Esto resulta muy preocupante, porque deshace el mito de una investigación orientada a este último fin.

El corazón de las tinieblas

Tras una tesina de filosofía sobre la cuestión ética que plantea la experimentación animal, y participar en protestas contra acciones como el trasporte de simios desde sus criaderos a centros de experimentación, Audrey, cansada de arañar sólo la superficie del asunto, sintió la necesidad de emprender una investigación que alcanzara los ignotos detalles de sus métodos y rutinas habituales. Con este fin, no dudó en infiltrarse en laboratorios y grabar con cámara oculta.

El libro nos ofrece una aproximación a los seres humanos que realizan los ensayos y al medio en que trabajan, e incluso también a algún alto ejecutivo de empresas del ramo. Conocemos así, por ejemplo, a un personaje de aspecto seductor que, armado con una sonrisa impoluta, nos asegura que la experimentación con animales es una necesidad y que sólo pretende el beneficio de la humanidad. Algún otro, sin embargo, evita a hablar de un “mal necesario”, y defiende sin cortapisas el derecho natural del ser superior sobre los inferiores. Los que trabajan en este ambiente dan la impresión de estar revestidos de una coraza protectora, basada en el consenso en torno a lo perfectamente apropiado y justo de lo que hacen.

Aparte de lo observado por la autora, se recogen también en el libro otros testimonios que terminan de completar un panorama realmente desolador en el que asistimos a todo tipo de episodios que no podemos definir de otra forma que como maltrato y tortura. Las víctimas de estos ultrajes son seres indefensos que en la mayor parte de los casos son tratados sin ninguna precaución que pudiera derivarse de reconocerles capacidad de sufrimiento, aunque bien es cierto que ellos muestran a cada paso ser conscientes del calvario que padecen. Se presentan en la obra algunos documentos gráficos de estos horrores, aunque la autora evita exhibiciones de brutalidad y encamina a los interesados a webs especializadas.

Lo más impactante de lo expuesto es sin duda el contraste entre el sufrimiento que se nos revela de continuo y la asepsia moral de los que lo infligen. Todo se hace en nombre de la Ciencia, así con mayúscula, erigida en religión que todo lo justifica. Son especialmente terribles las descripciones de simios sometidos a infames violencias, animales inteligentes siempre con una chispa humana en sus miradas.

Respecto a la alegación de que estas experiencias pueden ser justificadas utilitariamente, Jougla aporta datos que limitan enormemente las posibles aplicaciones médicas de todo este dolor. Muchos ensayos no tienen finalidad práctica, y otros que sí la tienen están orientados a maximizar rendimientos y ganancias sin ninguna consideración ética. No faltan tampoco abundantes casos de testeo de los efectos de pesticidas o armamento de diverso tipo. La conclusión final no puede ser otra que estamos ante un inmenso crimen del que ni siquiera somos conscientes.

Es importante señalar que todo esto ocurre a pesar de que algunas directrices legislativas europeas protegen a los animales en laboratorio. Sin embargo, la triste realidad es que no existen una policía ni una fiscalía que velen por ellos y todo queda al arbitrio del experimentador. En esta tesitura, los activistas están divididos entre los “bienestaristas”, que se limitan a pedir la aplicación estricta de estos protocolos  y los “abolicionistas”, opuestos a cualquier uso de animales en laboratorio.

La jerarquía de las especies

Nadie en su sano juicio puede pretender que todas las especies, desde los seres unicelulares a los humanos, tengan los mismos derechos, pero para los animales con un sistema nervioso complejo, en los que la capacidad de sufrimiento es indudable, el derecho a no ser torturados es una exigencia ética difícil de rebatir.

Habida cuenta de que el progreso de la medicina puede requerir experimentación, y descartado hacer ésta con humanos, los animales pueden parecer una alternativa asumible. Una moral utilitarista dictaminaría que si los beneficios superan los costes en sufrimiento, el balance es aceptable. Se trataría entonces, muy lejos de lo que ocurre hoy, de garantizar realmente que no se producen sufrimientos “innecesarios” a los animales que se utilizan. Sería ésta una postura bienestarista, opuesta a la de los abolicionistas, entre los que milita abiertamente la autora del libro, quien en el capítulo final sintetiza sus argumentos: “Poco importa la utilidad de la experimentación animal. Y poco importan los descubrimientos que se puedan hacer a causa de esta práctica. Un profesor de filosofía nos decía: ‘Desconfíen siempre del mal que se justifica’. Encontrar justificaciones a lo que no debería existir ya es negociar con el tirano: no deberíamos ni siquiera contemplar las negociaciones con el tirano, ya que, desde el momento en que pensamos en eso, ya cedimos.”

El dilema es profundo, pero en cualquier caso Animal “de” laboratorio, de Audrey Jougla, aporta datos suficientes para que el lector, de acuerdo con sus principios éticos, pueda tomar postura. E independientemente de cuál sea ésta, lo que sí resulta inobjetable, después de lo que sabemos a través de la obra, es que una contundente acción es necesaria, sin ningún género de duda, contra las condiciones reinantes en estos momentos en la experimentación con animales.