Primera versión en Rebelión el 27 de septiembre de 2023

El conflicto armado de Ucrania, como es inevitable en este tipo de procesos, ha venido acompañado de una guerra de relatos en la que la propaganda, la mentira y la tergiversación histórica están haciendo su agosto. Ambos bandos compiten en la descalificación del adversario con argumentos que es imprescindible aquilatar para no caer en maniqueísmos de muy mal pronóstico.

Un factor clave en este caso es la “rusofobia”, el odio a todo lo ruso invocado desde el Kremlin como un escenario mental que rige las actuaciones de Occidente. Si hemos de creer a Vladímir Putin, Rusia está rodeada de enemigos que quieren destruirla como tantos otros invasores del pasado. Esta acusación se ha convertido en la base de sus políticas y de su reclamo a toda la nación de una unión inquebrantable en torno a su liderazgo.

¿Qué hay de cierto en este odio e inquina seculares? El historiador Jose M. Faraldo responde la pregunta en Rusofobia, recién publicado por Los libros de la catarata, un texto en el que repasa la evolución de este sentimiento en Occidente, antes, durante y después de la era soviética. El recorrido pone de manifiesto más que nada la escasa prevalencia del encono hasta el estallido del conflicto bélico en curso, con el cual hay que decir además que éste se focaliza sobre todo en la figura del presidente ruso.

La rusofobia en sus orígenes

Cuando en el siglo XVI el estado ruso se consolidó con Iván IV el Terrible y comenzó sus intentos de extenderse hacia el oeste, los países afectados, como no podía ser de otra manera, respondieron con relatos escasamente elogiosos sobre los que los invadían, que fueron denigrados como “hordas asiáticas”. Es un prejuicio éste que puede rastrearse hasta hoy, e incluso dentro de Rusia no faltan ideólogos que reivindican el carácter asiático de su nación. Sin embargo, durante el siglo XVIII las políticas de Pedro I y Catalina II, muy valoradas por Voltaire por ejemplo, evidencian el esfuerzo del gran país por mirarse en Occidente.

Tras las guerras napoleónicas, el Imperio ruso triunfante extendió su autocracia sobre amplias zonas de Europa central y se comportó como “el gendarme de Europa”, fustigando a los liberales dondequiera que levantaban la cabeza. De esta forma, el Romanticismo desarrolló su ideología de liberación nacional con una componente profundamente antirusa. Para crear opinión en este sentido, se utilizaron textos apócrifos, como un testamento atribuido a Pedro el Grande en el que éste exhorta a extender maquiavélicamente el dominio ruso a toda Europa.

En esta labor de propaganda fue fundamental el escritor y diplomático escocés David Urquhart, que buscó por todos los medios favorecer la colaboración entre Londres y Constantinopla contra Moscú. Viajeros franceses e ingleses difundieron también la imagen de una Rusia tiránica y miserable, y Gustavo Doré contribuyó con  algunos de sus primeros grabados, publicados en 1854, durante la Guerra de Crimea. Para contrarrestar esto, el poeta Fiódor Tiútchev aconsejaba alianzas con Prusia contra “la podredumbre que se extiende desde Francia”, al tiempo que defendía el paneslavismo, una armoniosa unión de los eslavos bajo el patrocinio de Rusia.

Para Faraldo, la rusofobia del siglo XIX es sobre todo una fobia a la autocracia, y no se aprecia una rivalidad que vaya más allá de la que podía haber con otras potencias. No hay, en este sentido, un odio persistente o una deshumanización de los rusos. Esto es especialmente claro en el caso de España en el que existen evidentes paralelismos con Rusia, como la posición en sendos extremos de Europa, el haber padecido largas invasiones, de mahometanos aquí y mongoles allí, o la contribución conjunta a la caída de Napoleón. Todo ello cristalizó en una notable simpatía entre ambos pueblos.

La rusofobia en la era soviética

Ya desde finales del siglo XIX, se desarrolla en Alemania el proyecto de colonizar territorios de los eslavos que vivían al este del Imperio, plan que va acompañado de un alegato de superioridad racial y cultural germánica. Estas ideas cobraron impulso durante la I Guerra Mundial, momento clave de la propaganda nacionalista de masas, con proliferación de textos e imágenes sobre las atrocidades del “oso ruso”. Hay que decir, sin embargo, que estos panfletos no diferían mucho de los de los aliados contra los alemanes.

Tras el acceso de los bolcheviques al poder, la rusofobia añade el anticomunismo como aspecto esencial, perfilándose así un enemigo con caracteres variados: judío, revolucionario, tiránico y también asiático, usando los rasgos faciales del propio Lenin. Esta inquina se extiende por todo Occidente y es notable por ejemplo en los EE UU, donde va a proseguir hasta la implosión de la URSS, aunque con altibajos, como el período más amistoso de la II Guerra Mundial. Mientras dura ésta, encontramos la rusofobia más feroz de la historia en la “guerra de aniquilación”  emprendida por el III Reich, con una estigmatización racial de los eslavos sólo superada por la que se reservaba a los judíos.

Durante la Guerra Fría, entre intelectuales como Milan Kundera, ciudadanos de estados integrados en el Pacto de Varsovia, creció una rusofobia que reivindicaba el concepto de Europa central para sus países. Se trataba con ello de alejar éstos de la influencia del oso moscovita, al que se caracterizaba con rasgos que recuerdan los que se le adjudicaban en el siglo anterior: autoritarismo y “atraso civilizatorio”. En Europa occidental, mientras tanto, coexistían una “rusofobia política” en los sectores conservadores de la sociedad, con la rusofilia de una buena parte del movimiento obrero.

Para Faraldo, el fin de la URSS supuso un estallido de rusofobia en los territorios no rusos de la unión, en tanto que en los rusos la percepción dominante fue haberlo dado todo al proyecto comunitario para recibir muy poco a cambio. En esta valoración fue esencial la figura del matemático y escritor Igor Shafarévich, autor de un influyente libro Rusofobia (distribuido como samizdat desde 1982 y publicado en 1989), en el que considera este sentimiento una constante de la historia de Europa y origen continuo de conflictos. Shafarévich es muy crítico con todos los regímenes socialistas, ya desde Platón, y exalta el nacionalismo ruso, al tiempo que denuesta el papel de los judíos, con los que identifica a los bolcheviques.

En el debate que surgió en Rusia en los 90 sobre cómo cabía interpretar la época soviética, Shafarévich y algunos otros proponían que marxismo y socialismo eran ajenos a la historia nacional y aquellos años marcaban un aciago paréntesis de influencia occidental en la Santa Rusia. Sin embargo, al fin ha prevalecido la visión que Putin preconiza, que integra la etapa comunista en los anales del imperio, colocando a Stalin junto a Pedro I, y la Gran Guerra Patria junto a la invasión napoleónica.

La rusofobia hoy

Las ilusiones iniciales que supuso la “casa común europea” propuesta por Mijaíl Gorbachov fueron difuminándose a medida que la OTAN estrechaba su cerco en torno a Rusia. La situación actual, con una guerra en curso, ha ensombrecido aún más el panorama, y mientras en Rusia triunfa un relato nacionalista exacerbado, en Occidente nos predican una maldad radical del oso ruso para la que buscan pruebas muy dudosas en la historia. En el caso concreto de España, es significativo que mientras en 2021 sólo el 5 % de la población definía a Rusia como una amenaza, la cifra creció al 55 % con la invasión de Ucrania.

Una ominosa consecuencia de esto es que la animadversión creciente en Occidente es usada por el Kremlin para justificar la dictadura. El argumento es que solamente una Rusia unida en torno a un gobierno fuerte puede ser capaz de prevalecer en esta lucha a muerte provocada por el odio irracional de Occidente. La represión en el interior y una política agresiva en el exterior son secuelas inevitables de esto.

La geografía y la historia aportan el veredicto unánime de que Rusia es una parte inalienable de Europa, y el análisis que José M. Faraldo realiza en este libro muestra cómo la rusofobia ha sido en Europa occidental un fenómeno ocasional, crítico más que nada con comportamientos tiránicos de la autocracia zarista, de los que se admitía que la primera y principal víctima era el sufrido pueblo ruso. Nunca ha habido, con la excepción terrible del III Reich, un desprecio racial ni un odio sistemático y generalizado contra los rusos.

Habida cuenta de esto, resulta penoso comprobar que los intereses geopolíticos han provocado una espiral de violencia en la que es esencial la manipulación de las conciencias para fomentar el odio y la intransigencia. En este sentido, la rusofobia que vemos crecer a nuestro alrededor debe ser señalada y desenmascarada, pues constituye un elemento clave de la retórica bélica que se impone en el mundo.