Primera versión en Rebelión el 7 de diciembre de 2022

Leopoldo Alas, Clarín (1852-1901), temido crítico, fustigador de mediocridades literarias, dedicó sus energías sobre todo a este menester y a los cuentos y novelas cortas que publicó asiduamente. A la poesía renunció muy joven, tras aplicarse su propia medicina, y su única incursión dramática, Teresa  (1894), fracasó estrepitosamente en su puesta en escena, teniendo que sufrir el veterano autor ser tildado de novato.

Mención aparte merecen las dos novelas más extensas de Clarín, La Regenta (1884-1885) y Su único hijo (1890), recién reeditada por Dyskolo. La primera, en la estela de Flaubert y Tolstói y la tradición decimonónica de la infidelidad conyugal, es una disección de la sociedad de una capital provinciana (Vetusta/Oviedo), que se recrea morosamente en la descripción de tipos locales. Toda la narración corre hacia un desenlace previsible, pero los protagonistas están magistralmente trazados y su odisea refleja las contradicciones profundas de la época que vivían, con lo que la novela es hoy muy estimada por la crítica, que llega a encumbrarla junto a las de Galdós.

En su momento sin embargo, los poderosos sectores levíticos reprobaron duramente una supuesta inmoralidad de La Regenta, que es sólo el tratamiento naturalista de los afectos por parte de un admirador de Zola. Así su autor fue relegado a un desdeñoso olvido que se prolongó durante la larga noche del franquismo. Solamente con la recuperación de las libertades civiles, puede decirse que llegó la de la memoria de Leopoldo Alas y su obra emblemática, profusamente reeditada y analizada desde entonces.

Su único hijo

Para su segunda incursión en el relato extenso elige Clarín también como marco una ciudad de provincias, pero en este caso rehúye las identificaciones, tal vez escarmentado por lo sufrido con la primera. También renuncia a la caterva de secundarios irrelevantes para la trama, aunque sabrosamente costumbristas que prodiga en La Regenta. La acción se ciñe sobre todo a dos personajes principales, Emma y Bonifacio, un rutinario matrimonio burgués que va a experimentar, aquí otra vez, los trajines de la infidelidad y en este caso a dos bandas, cuando una troupe operística aterrice en la localidad.

La novela explora más que nada el mundo interior de los protagonistas, sirviéndose de una prosa inquieta que el narrador omnisciente dilata en largos parágrafos. Aunque haya momentos líricos, domina en todo el texto un frío tono objetivo, pleno de ironía intelectual. El autor se deleita en retratar un universo periclitado, sometido a los esquemas mentales y morales del romanticismo, definido agudamente como un compendio de “suicidios, tisis, quiebras, fugas y enterramientos en vida.

Bonifacio es un joven “muy sentimental, muy tierno de corazón, maniático de la música y de las historias maravillosas”. Clarín disfruta haciéndolo moverse a través de la áspera y enojosa realidad con sus obnubilaciones de “soñador somnoliento”, pero él halla al fin el sentido de su vida en el deseo de traer al mundo “¡un ser que sea yo mismo, pero empezando de nuevo, fuera de mí, con sangre de mi sangre!” Cuando el anhelo se materializa, un chorro de ternura inunda su fría y triste existencia, y el antes pusilánime siente que tiene una razón para luchar. En la escena final de la novela, con reminiscencias de la de La Regenta por el borrascoso encuentro en una iglesia, la que fue su amante le hace saber a Bonifacio que no es él el padre de la criatura, pero él lo niega, y con un apasionado alegato de que aquél es su hijo, “su único hijo”, concluye la narración.

La protagonista, que por su nombre parece un trasunto de Emma Bovary, es en realidad una mujer materialista y poco dada a ensoñaciones, aunque se deje robar por un tío suyo que le administra los bienes. Es Marta, una amiga alemana que simboliza el romanticismo más fisiológico y sensual, la que logra que Emma transite senderos de libertinaje y termine en brazos de un barítono. Así razona la esposa de Bonifacio, sin que ninguna pasión la ofusque: “Si quería ser una mujer superior, y sí quería, porque era muy divertido, tenía que renunciar a las vulgaridades de las damas de su pueblo. En Madrid, en París, en Berlín, las grandes señoras sabían que sus maridos respectivos tenían queridas, y no les tiraban los platos a la cabeza por eso; lo que hacían era tener queridos también.”

Entre los secundarios destaca el ingeniero Körner, padre de Marta, promotor del desarrollo capitalista en la región montañosa donde transcurre la acción, identificable con Asturias: “Un hombre gordo, alto, encarnado, de ojos de niño llorón, azules, claros, muy hundidos. Parecía un gran cerdo muy bien criado, bueno para la matanza, y era un hombre muy espiritual, enamorado de Mozart y de los destinos de Prusia. (…) Era un soñador, pero capaz de llevar una fábrica en la punta de cada dedo, y como contable, como él decía, nadie le ponía el pie delante. (…) Venía a hacerse rico.”

Otro retrato de interés es el de un primo de Emma, prendado de ella en tiempos, que la cortejó y a punto estuvo de hacerla su amante. Él sirve a Clarín para poner en evidencia que, si bien abomina del romanticismo, también lo hace de las alternativas que están surgiendo. Así lo describe: “El primo Sebastián, un cincuentón verde y bien conservado, que de romántico se había convertido en cínico, por creer que en esto consistía el progreso. Sebastián, antes tan idealista y poético, ahora no podía ver una cocinera sin darle un pellizco, y esto lo atribuía a que estábamos en un siglo positivo.”

Respecto a la recepción de la obra, hay que decir que la crítica clerical se ensañó con ella. El P. Blanco García en La literatura española en el siglo XIX la apostrofó como “Verdadera pelota de escarabajo, amasada sin arte alguno con el cieno de inverosímiles concupiscencias, caricatura del naturalismo,en que la impotencia para luchar con Zola en otro terreno se suple con la exageración disparatada del vicio.” Otros sin embargo, nada más aparecer la alabaron como “libro admirable, labor de maestro”. Después, Andrés González Blanco la juzgó inferior a La Regenta, pero celebró su humor y la caracterización psicológica de los personajes principales, abriendo vereda para numerosos críticos que inciden en esto mismo. Entre sus devotos está Azorín, quien le dedicó encendidos elogios, viendo en ella “todo un período de la vida española expresado, pintado, por modo insuperable. Una vieja ciudad española, con tipos rezagados del romanticismo: eso es el libro.”

Clarín era un moralista, y en Su único hijo tal vez merezca señalarse como propósito esencial el retrato de un escenario mezquino y guiñolesco en el que el ropaje del romanticismo apenas cubre las miserias fisiológicas e intelectuales de los protagonistas. La salvación está reservada sólo a Bonifacio, capaz de trascender ese sucio mundo con la reivindicación entusiasta de su paternidad contra viento y marea.