Primera versión en Rebelión el 20 de septiembre de 2023

Planeta enorme, aislado y autosuficiente, Rusia es sin embargo un puente natural entre Europa y Asia, y en los últimos siglos sus gobiernos no han rehusado intervenir fuera de sus fronteras, aunque les ha tocado más que nada resistir invasiones de suecos, franceses o alemanes. Nación de naciones con un idioma común, su identidad cultural, a través de desafíos y tormentas, no ha dejado de brillar nunca en las torres del Kremlin. Necesitamos entenderla, porque es parte esencial de nuestro mundo, pero su oscura complejidad descorazona. Una historia breve de Rusia, del inglés Mark Galeotti (1965), experto en historia y criminología y gran conocedor del país, es un buen instrumento para tratar de resolver el enigma.

No escasean textos extensos y detallados sobre el pasado de esa potencia con dimensiones de continente, pero éste que reseñamos aquí, publicado en castellano por Capitán Swing en 2022 (trad. de Francisco Herreros), tiene la virtud de llevarnos con agudo rigor, ironía y buena prosa, y sin excesos de erudición académica que en este caso habrían de resultar mortales, a visitar los momentos clave de la vida del gran oso. Sabemos así de su nacimiento en el Medievo, de su lozanía y coqueteo en el siglo XVIII con un Occidente que demasiadas veces lo ha agredido, del tiempo perdido del  XIX, del paréntesis soviético y del regreso al fin a la eterna Ortodoxia de la mano de un excoronel del KGB.

En esta compleja evolución, Galeotti enfoca su relato atento a cómo las sucesivas influencias exteriores han dado forma al prodigioso palimpsesto que es Rusia, y a las estrategias de los rusos en cada caso para reescribir su pasado con vistas a construir un futuro mejor. Los capítulos se inician con una cronología esquemática y culminan con una serie de lecturas recomendadas para profundizar en los asuntos tratados. La edición viene además generosa de ilustraciones y mapas.

Siglos IX-XIV: orígenes medievales y primeras invasiones

Los primeros capítulos están dedicados al origen de la nación a partir de asentamientos vikingos cuyos príncipes tomaron el control de federaciones de clanes eslavos. Entre éstas, la más importante en seguida fue la Rus de Kíev (882-1240), regida por la dinastía ruríkida, que dio zares hasta el siglo XVII nada menos.

Una leyenda dice que esta casa se impuso por la propia voluntad de los nobles rusos incapaces de entenderse, cuando pronunciaron aquella famosa frase: “Busquemos un príncipe que pueda gobernarnos”. Sin embargo, la realidad parece ser más bien una historia de imposición por la fuerza. Un personaje esencial en estos primeros tiempos fue Vladímir el Grande, reinante entre 980 y 1015, que fortificó su capital Kíev, extendió sus territorios y se convirtió al cristianismo ortodoxo para consolidar las relaciones con sus poderosos vecinos bizantinos. Galeotti descubre en esta época lejana el reflejo de algo muy actual, una Rusia asediada con un pujante y envidiado aliado, que hoy podría ser China.

Los siglos XI y XII están marcados por disputas fratricidas por la sucesión y debilidad, pero lo más duro llega en el XIII, cuando los mongoles invaden Rusia. Los nuevos amos imponen obediencia y tributos, pero respetan a los gobernantes locales y la libertad religiosa. El comercio florece y es entonces cuando Moscú adquiere relevancia, con lo que en 1325 se convierte en centro religioso de toda Rusia. En 1380, el príncipe Dmitri Donskói derrota a los mongoles en Kulikovo y comienza a sacudirse su yugo, aunque el fin del vasallaje no se logrará hasta que pasen cien años más. El país independiente que emerge tendrá su capital en Moscú.

Siglos XV-XVIII: la construcción de un imperio autocrático

El hijo de Dmitri Donskói, Iván III el Grande, que reinó entre 1462 y 1505, unificó y aumentó las tierras rusas, y tras la caída de Constantinopla, reivindicó su herencia espiritual. Su sistema de gobierno era la subordinación de todos al soberano, la autocracia, cercenando cualquier tradición de autogobierno local o independencia principesca. Su nieto Iván IV, apodado el Terrible, gobernó entre 1547 y 1584 con puño de hierro y estableció la burocracia estatal rusa, fuertemente centralizada, germen de lo de hoy, al tiempo que puso las bases de un ejército sin obediencias feudales, al servicio de la corona. La expansión provocó choques con potencias vecinas por el acceso al Báltico, pero hacia el este el proceso fue imparable.

A la muerte del Terrible, la situación es catastrófica y confusa, y una rápida sucesión de zares de clanes rivales suben al trono, entre ellos el musicalizado Borís Godunov. Lo que emerge al fin en 1613 con Mijaíl I, de la nueva dinastía de los Románov, es una “autocracia por la voluntad de Dios” que pisa firme, pero la contradicción es evidente desde el principio pues es imposible consolidar, defender de amenazas exteriores y hacer progresar un país sin alterar su oscura esencia feudal y despótica.

Esta paradoja va a alcanzar su clímax con el acceso al trono en 1682 de Pedro I, llamado el Grande, tan ambicioso y enérgico como falto de escrúpulos. Él busca la apertura a Occidente con la nueva capital que decenas de miles de siervos elevan para él al precio de sus vidas, y guerrea sin descanso, sobre todo contra los suecos, a los que derrota en Poltava (1709). Su legado al fallecer en 1725 es una Rusia ferozmente autocrática, pero al fin respetada en el mundo. Catalina II, de sangre alemana, que reinó entre 1762 y 1796, trató de completar el blanqueo con la imagen que se gastaba de “déspota ilustrada”, pero la triste realidad de Rusia por entonces era la de un país de campesinos sometidos a un régimen feudal. Ella también guerreó, sobre todo contra los turcos, y les arrebató el sur de Ucrania y Crimea.

Siglo XIX: el imperio resiste a Napoleón y persiste en la autocracia

A la atrasada Rusia le toca resistir a comienzos del siglo XIX la acometida del mejor ejército del mundo, la Grande Armée napoleónica. Ocupaba el trono Alejandro I, y salir victorioso del empeño supuso una inyección de optimismo que cercenó de raíz cualquier intento de emprender las reformas que el país necesitaba. Los afanes renovadores progresaron entonces subterráneamente y estallaron en la revuelta decembrista de 1825, con Nicolas I recién sentado en el trono. Tres mil jóvenes oficiales tomaron las calles de San Petersburgo pidiendo una constitución y fueron barridos a cañonazos. A partir de aquello, se impusieron leyes estrictas contra la perversa influencia de Occidente, regidas por el lema: “Ortodoxia, Autocracia, Nacionalidad.” En esta época además, Rusia es el “gendarme de Europa”, presto siempre a acudir a sofocar rebeliones, ya sea en Polonia, Moldavia o Hungría.

La guerra de Crimea (1853-1856) supuso la constatación de lo perjudicial que podía ser el atraso tecnológico ruso para el propio país, y Alejandro II asumió el poder en 1855 con la idea de hacer algo para remediarlo. La revolución desde arriba que puso en marcha, sin embargo, logró pocos resultados. Así por ejemplo, la abolición de la servidumbre, en 1861, obligó a los campesinos a endeudarse comprando sus tierras, con lo que los dejó casi como estaban. Las débiles reformas recrudecieron los movimientos revolucionarios, que fueron capaces de asesinar a Alejandro II en 1881. Ya sin ninguna inquietud reformista, Alejandro III y Nicolás II llevaron a su país en una rampa descendente que abocó al imperio Ruso, con el revulsivo de la Gran Guerra, a su fin en 1917.

El siglo soviético

Lenin, muy pragmático, llenó el vacío de poder que se creó en 1917, pero al hacerlo no atendió a la teoría marxista, que afirmaba lo contraproducente de imponer el socialismo en un país sin las condiciones materiales para hacerlo funcionar. La sangrienta guerra civil que siguió favoreció una política autoritaria e implacable que se agudizó con Stalin en el poder. Galeotti ve la Unión Soviética como una supervivencia con nombres nuevos de la vieja historia del país. Así, la modernización emprendida en los años 30, con su contrapunto de terror, puede verse como un reflejo de las eras de Iván el Terrible o Pedro I.

La Gran Guerra Patriótica tuvo un enorme coste en vidas y sufrimiento, pero se saldó con la influencia rusa extendiéndose hasta Berlín, lo que puede verse también como una repetición de la situación tras la derrota de la Grande Armée. Los excesos de Stalin recuerdan los peores momentos de terror de la historia rusa, y después de su muerte sus sucesores se enfrentaron al reto de moderar la represión y robustecer la economía del país. Sin embargo, para Galeotti éste se había convertido en una corporación regida por lo que él llama “los boyardos del nuevo régimen”, y tras una cierta prosperidad en los 60, la crisis económica y social progresó sin vías de solución. Así fue como, en 1985, Mijaíl Gorbachov llegó al poder con la idea de salvar el sistema soviético y sólo consiguió acabar con él.

La era de Putin

El saqueo del país en los años 90 supuso un grave declive, y para la mayor parte de la población un insoportable cúmulo de incertidumbre y privaciones, con lo que el acceso al poder de Vladímir Putin puede entenderse como la opción entre las clases dirigentes, convenientemente transmitida a los votantes, por un hombre fuerte capaz de enderezar las cosas. La recuperación económica de la década de 2000, con las exportaciones de gas y petróleo a buen precio, permitió modernizar las fuerzas armadas y establecer un nuevo contrato social en el que la población mejoraría su nivel de vida a cambio de no meterse en política.

Los problemas llegaron cuando Rusia empezó a sentirse amenazada por el orden unipolar impuesto en el mundo. La reacción de Putin en el interior fue una exacerbación propagandística de la idea de que la patria, desafiada, debe estar unida, con un estado fuerte regido por una autoridad indivisible, y la insistencia en que Rusia no es hoy ni ha sido nunca un agresor, sino que sólo actúa para defenderse.  

Los niveles del palimpsesto

El recorrido que Mark Galeotti nos ofrece por la historia de Rusia tiene la virtud de permitirnos captar a cada paso repeticiones, perfectamente simétricas, de personajes y situaciones. El gran país puede hundirse en el caos con Borís Godunov o su tocayo Yeltsin, y tiende también, como hemos visto en muy diversos momentos, a ser regido por manos férreas que unifican y modernizan, aunque con un insoportable coste de sangre y sufrimiento. Para empeorar las cosas, Rusia ha sido invadida demasiadas veces y debemos comprender que mire a su alrededor con desconfianza y con el orgullo de saber que los asaltantes siempre fracasaron. Hoy la vemos agresora, pero también agredida, y deberíamos hacer votos por que la democracia y el diálogo se impusieran a la locura de los nacionalismos.

En su encrucijada entre Oriente y Occidente, Rusia es un país de extremos. Enorme es el sufrimiento causado a su pueblo por todo tipo de tiranos e invasores, y enorme es también su aportación a la cultura universal, marcada además por una reflexión profunda sobre el significado de ese sufrimiento. El pueblo ruso, manipulado por sus clases rectoras, ha manifestado siempre una gran resistencia a imposiciones y engaños, y ésa es sin duda la mejor garantía para el futuro.

Una historia breve de Rusia, de Mark Galeotti es una oportunidad única para contemplar en un caso paradigmático los ciclos y patrones de la historia, y comprender que, mientras no espabilemos, estamos condenados a repetirlos.